Nacido
el año 100 o quizá el 102 a.C., Cayo Julio César
pertenecía a un linaje aristocrático venido a menos. Plutarco dijo de él que
era alto y delgado, Suetonio le describió como más bien rechoncho.
Probablemente ambos tengan razón, pues uno lo retrata de joven y el otro en su
edad madura. Ambos coinciden en que le atormentó una calvicie prematura, y en
que desde muy joven sufría jaquecas y ocasionales ataques de epilepsia.
Cuando
regresaba a Roma tras la renuncia de Sila, fue capturado por unos piratas que
exigieron por su rescate veinte talentos de oro. César les replicó altivo que
valía al menos cincuenta, y ese fue el precio que pagó Craso, el hombre más
rico de su tiempo que siempre fue también su banquero. Nada más ser liberado,
César armó en Mileto una flotilla, persiguió a los piratas, los hizo degollar y
recuperó el rescate que Craso, divertido por el valor de su protegido, jamás
quiso recobrar.
Delgado
o rechoncho y definitivamente calvo, ciertamente debía resultar muy atractivo a
las mujeres, porque tuvo cinco esposas oficiales y un número indeterminado,
pero en todo caso elevado, de amantes. De vuelta de su brillante campaña en
Hispania, sus soldados le llamaban moechus
calvus, que podría traducirse libremente como el calvo follador. Cuando
desfiló con ellos por las calles de Roma, gritaban: ¡Maridos, encerrad en casa a vuestras mujeres, que ha vuelto el
calabaza monda! Algo que a César hacía reír de buena gana.
Sedujo
a muchas de las esposas de los senadores. Una de sus más célebres amantes fue
Servilia, la hermanastra de Catón, uno de sus más acérrimos enemigos políticos.
Servilia le fue tan devota que al hacerse vieja tuvo el detalle de ceder a su
hija Tercia su puesto en el lecho de César. Éste recompensó a la generosa madre
otorgándole los bienes de ciertos senadores proscritos por un precio que era la
tercera parte de su valor real. Cicerón, siempre mordaz, hizo sobre ello un
ingenioso juego de palabras diciendo que la venta se hacía a Tertia deducta. También se acostaba
César con la mujer de Pompeyo. Cuando el marido la repudió, el seductor se hizo
perdonar dándole por esposa a su hija Julia.
Tértula,
la mujer de Craso, pasó luego a engrosar su lista de amantes, lo que no acabó
con la amistad que unía a ambos próceres. Precisamente con Craso y con Pompeyo
llevó a cabo Julio César la operación política más ambiciosa y de mayor alcance
de la Roma republicana. Auspiciada por Cicerón, se había construido la famosa
“concordia de las órdenes” por la que se aliaron la aristocracia y la alta
burguesía. Los principales representantes de esta última eran Pompeyo en lo
militar y Craso en lo económico. Pues bien, César, convertido ya de facto en
jefe de los populares, propuso a ambos un triunvirato que los dos aceptaron. De
esa manera, todo el poder quedaba en manos de los económicamente poderosos con
el apoyo de la Asamblea y sus
tribunos elegidos democráticamente entre los plebeyos. El Senado quedaba
relegado a una especie de panteón de nobles cuyos votos se compraban cuando era
necesario. Mandaban los poderosos como siempre, pero entre las gentes sencillas
de la plebe se instaló una especie de ilusión de democracia que iba a constituir
el principal motor del poderío de Roma durante las siguientes décadas.
Por
entonces César repudió a Pompeya, su tercera esposa, y se casó con Calpurnia,
la joven hija de Calpurnio Pisón, uno de sus aliados ascendido a tribuno de la
plebe. En aquel tiempo se divertía con Clodia, otra de sus amantes.
Mientras
tanto, siguió con su política de gobernar sin el Senado, haciendo aprobar las
leyes por la Asamblea. Su suegro Pisón con Gabinio y Clodio, otros dos
protegidos suyos, sacaban adelante las leyes en la Asamblea, sus socios Pompeyo
y Craso gobernaban sin apenas oposición. El pueblo de Roma nunca había sido tan
feliz… César creyó llegado el momento de añadir a sus laureles la gloria
militar, única que le faltaba para pasar a la Historia con letras doradas. Dejó
su consulado y se autonombró por cinco años procónsul de las Galias Cisalpina y
Narbonense, un cargo de menor rango. Como las leyes prohibían estacionar tropas
al sur de los Apeninos, quien ostentara el mando al norte de la cordillera se
convertía de hecho en dueño de la península.
Marchó
a conquistar las Galias, y estaba seguro de que regresaría para hacerse
definitivamente con el poder. Todo lo iremos contando.
La mujer es un manjar digno de dioses que a veces cocinan los demonios. Marco Porcio Catón.
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