viernes, 28 de enero de 2022

LOS GRACOS. LA IZQUIERDA EN LA ROMA REPUBLICANA

 


Cornelia, la hija de Escipión Africano, a la que por eso todos llamaban la Africana, se casó con Tiberio Sempronio Graco, un aristócrata que accedió al cargo de tribuno de la plebe por imposición del Senado romano. Había dos tribunos, y al menos en teoría, ambos debían ser nombrados por la Asamblea plebiscitaria, es decir, por la plebe, el pueblo llano. Sin embargo, en la práctica, el Senado podía ejercer su derecho de veto, así que para no contrariar demasiado a los poderosos, la Asamblea elegía a su favorito junto a otro sugerido por el Senado. Este último era el caso de Graco que además de aristócrata, era lo que llamaríamos un intelectual con ciertas veleidades izquierdistas. Había sido antes censor y dos veces cónsul, adquiriendo en Hispania fama de gobernante solvente e íntegro.

Tuvo con Cornelia doce hijos de los cuales sólo sobrevivieron tres, algo muy común en la época: dos chicos, Tiberio y Cayo, y una hija llamada Cornelia como su madre.

Según sus biógrafos, la Africana fue una mujer hermosísima y al enviudar, una madre ejemplar que inculcó a sus tres hijos los valores y principios de su padre. Cornelia fue suegra de otro Escipión que desposó a su hija, y fue madre de los Gracos, dos hermanos destinados a pasar a la historia de la Roma republicana como héroes y mártires.

El panorama social de la urbe en aquel tiempo, no podía ser más desolador. La esclavitud, que constituía la principal riqueza de Roma, fue también y de forma paradójica, la causa de su ruina. El trigo y otros productos agrícolas llegaban por toneladas desde Sicilia, Hispania, Cerdeña y África, y se vendía a precios irrisorios. Los campesinos modestos, no pudiendo competir en el mercado, malvendían sus tierras de labor a los grandes latifundistas, patricios que cada vez se enriquecían más. Tampoco los hijos de la plebe podían ganarse la vida como obreros, pues la abundante mano de obra esclava salía completamente gratis a sus propietarios. El resultado fue una hambruna generalizada, caldo de cultivo para que creciera el descontento y se encendiera la chispa revolucionaria.


En 133 a.C. fue elegido tribuno Tiberio Sempronio Graco, hijo mayor de Cornelia, que heredó el mismo nombre de su padre. Era al decir de todos, un idealista que se había educado según sus enemigos, en las ideas radicales de su madre y de los intelectuales que frecuentaban sus salones, y bajo la batuta de su preceptor, Blosio, un filósofo griego que le había llenado la cabeza de ideas peligrosas.

Nada más ser elegido, Tiberio propuso a la Asamblea una ambiciosa reforma agraria redistributiva, y un itinerario político que oponer a la esclavitud, al urbanismo especulativo y al militarismo imperante. Como puede apreciarse, un programa que podría firmar hoy en día cualquier partido progresista. Además, y para subrayar la habilidad política del joven Tiberio, todas esas medidas podían realizarse sin apartarse un milímetro de la normativa vigente en aquel tiempo, las Leyes Licinias, que habían sido aprobadas doscientos años antes, y eran, salvando las distancias, lo más aproximado a lo que llamaríamos modernamente una constitución.


Sin embargo, y como era previsible, el Senado dominado por los patricios y las élites económicas, declaró ilegales las propuestas. Persuadieron a Octavio, el otro tribuno, a oponer su veto a las reformas del joven Graco. Se enfrentaron dos bandos, la Asamblea que apoyaba a Tiberio, y el Senado que se le oponía. Abandonado por sus amigos, los izquierdistas de salón que antes le habían jaleado, Tiberio buscó el amparo de la plebe, radicalizando todavía más su discurso. La cosa acabó francamente mal. Se presentó en el foro, e irrumpió allí un grupo de senadores blandiendo garrotes. Los encabezaba Escipión Násica que era además, uno de sus parientes cercanos. Lo asesinaron a garrotazos y su cadáver fue arrojado al Tíber.

Nueve años más tarde, su hermano, Cayo Sempronio Graco, fue elegido también tribuno. Le precedía una fama más acorde con los intereses conservadores. Había luchado en Numancia y al parecer, era un formidable orador. Cayo obró con gran inteligencia. A base de moderación y de trabajarse con esfuerzo diferentes apoyos políticos, consiguió aprobar y en buena medida poner en práctica, muchas de las reformas defendidas por su difunto hermano. Creó nuevas colonias agrícolas en la Italia meridional, se ganó el favor de los soldados equipándolos a costa del Estado y fijó un precio político para el trigo. Después, espoleado por el éxito, se atrevió a llegar más lejos. Propuso agregar a los trescientos miembros del Senado, otros trescientos provenientes de la Asamblea, y extender la ciudadanía romana a todos los hombres libres del Lacio y de la mayor parte de la península itálica.


Aquella fue la gota que colmó la paciencia de sus enemigos. Tras dos años de diferentes intrigas políticas y enfrentamientos armados, Cayo Sempronio Graco, para evitar que sus asesinos le dieran alcance, cruzó el Tíber a nado y en la otra orilla ordenó a uno de sus sirvientes que le diera muerte. Unos meses antes habían asesinado a Escipión Emiliano, su cuñado y marido de su hermana.

Cornelia la Africana, la madre de los Gracos, se quedó sin sus dos hijos. El Senado le prohibió vestir de luto.

De esta forma abyecta concluyó el que probablemente fue el primer o al menos el más importante intento de democratización de la historia antigua. El profe Bigotini, gran admirador de los Gracos, alguna vez se viste la toga y recita con solemnidad las palabras de un discurso de Tiberio Graco: nuestros generales nos incitan a combatir por los templos y las tumbas de vuestros antepasados. Ocioso y vano llamamiento. Vosotros no tenéis altares paternos. Vosotros no tenéis tumbas ancestrales. Vosotros no tenéis nada. Combatís y morís sólo para procurar lujo y riqueza a quienes os explotan.

La única lucha que se pierde es la que se abandona. Ernesto Che Guevara.


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