Abundando
en la idea de anteriores artículos, insistiremos en que la conquista de Grecia
por los romanos tuvo el efecto de helenizar las costumbres de los orgullosos
conquistadores. Parafraseando a Catón, Graetia
capta ferum victorem cepit, es decir, la Grecia conquistada terminó
conquistando al conquistador. Las sucesivas oleadas de griegos trasladadas a
Roma, primero como cautivos y poco después como maestros en ciencias y en
artes, se las ingeniaron para llevar a la urbe sus creencias y sus costumbres.
Diversas fueron las armas utilizadas. Arte y filosofía para las clases
superiores, y para la plebe, la religión y el teatro.
Precisamente el teatro, que en gran medida se nutría de temas míticos y religiosos, resultó el arma más eficaz para reconvertir las sobrias prácticas religiosas de los romanos republicanos, en una especie de chirigotas cómicas. Un autor como Plauto, uno de los preferidos del público, se atrevió a ridiculizar sobre la escena a Júpiter, disfrazado para seducir a Alcmena en su comedia Anfitrión, o a presentar a Mercurio como un bufón.
El
público se divertía con aquellas parodias y aplaudía a rabiar. Poco a poco,
como diría el propio Catón y algún otro celoso censor de las graves costumbres,
esas influencias acabarían por inocular en los romanos el pernicioso veneno del
escepticismo, el epicureismo y el descreimiento. La primitiva liturgia romana,
austera y lúgubre, se transformó en alegre y carnavalesca.
Fue
a través del teatro como el pueblo llano se aficionó con entusiasmo al culto de
Dionisio. Llenaron su templo y le ofrecieron sacrificios que consistían
fundamentalmente en pantagruélicas comilonas, copiosas libaciones y desenfrenos
sexuales. Para cuando las autoridades más serias quisieron tomar cartas en el
asunto, era ya demasiado tarde y la cosa había llegado demasiado lejos.
El
primer espectáculo teatral importado de Grecia había sido años atrás el que
protagonizó en 240 a.C. Livio Andrónico, un prisionero de guerra tarentino que
sin otro aderezo que su persona y su voz, recitó en público los versos
completos de la Odisea homérica. Tan
complacidos quedaron el pueblo de Roma y sus gobernantes, que permitieron a los
actores constituirse en gremio y organizar anualmente los ludes escénicos.
Poco después otro prisionero de guerra, el napolitano Cneo Nevio, escribió e hizo representar otra comedia que inspirada en el griego Aristófanes, ridiculizaba los abusos y la hipocresía de ciertas familias patricias. La sátira resultaba demasiado obvia para ser consentida por sus destinatarios que manejaron sus influencias para que Nevio fuera condenado al destierro de por vida.
Un
nuevo autor, Quinto Ennio, natural de Apulia, pero de madre griega, sustituyó a
Nevio en las preferencias del público. Antes de eso Ennio se había distinguido
por componer un poema épico, los Anales,
que ensalzaba el valor y el patriotismo romanos en las guerras púnicas. Con
semejante carta de presentación, y siendo avalado hasta por el severo Catón, nadie
iba a ser capaz de desterrarle ni censurarle, así que Ennio se volcó en su
pasión por el teatro produciendo una treintena de tragedias. En muchas de ellas
parodiaba el celo de los beatos: Os
aseguro, amigos, declamaba uno de sus personajes, que los dioses existen, pero que les importa un comino lo que hacemos
los mortales. Una frase largamente aplaudida por el público, que preludiaba
las teorías de Epicuro y quedó grabada a fuego en la memoria y el entendimiento
de Marco Tulio Cicerón.
Triunfaron
en Roma otros muchos autores como Terencio, un esclavo cartaginés que tomó el
nombre de su amo romano, o como Cecilio Estacio que también llegó a ser un
dramaturgo consagrado. Pero el verdadero ídolo de multitudes entre los romanos
en materia teatral fue sin duda Plauto.
Nacido
en Umbría en 254 a.C., su verdadero nombre era Tito Maccio Plauto, un nombre ya
de por sí ridículo que podría traducirse como Tito, el payaso de los pies planos. Comenzó en el teatro como
simple comparsa. Se decidió a escribir adaptando al principio comedias griegas,
y poco después creando obras originales en las que intercalaba sucesos de
actualidad, inaugurando así un nuevo género que pudiera llamarse de comedias costumbristas. En ellas, en
figura de soldados, de sacerdotes y hasta de dioses, aparecían a menudo
personajes romanos de su tiempo que resultaban perfectamente reconocibles para
el público, lo que acentuaba la comicidad de las situaciones. Su Miles gloriosus, el soldado fanfarrón
pavoneándose en el escenario, hizo delirar a la platea. En su comedia Anphitrion el propio Júpiter se
presentaba más que como un donjuán, como un viejo verde ridículo empeñado en
acostarse con la matrona de la casa, mientras Anfitrión, el marido cornudo,
entraba y salía de la escena sin coincidir nunca con el dios que había usurpado
su vestido y su figura. Ambos personajes eran interpretados por el mismo actor
y las carcajadas eran continuas.
Los
actores eran por lo general, esclavos griegos con la única excepción del
protagonista que solía encabezar la compañía y podía ser ciudadano romano,
aunque al entregarse a la farándula perdía por completo sus derechos políticos.
Todos los papeles, incluso los femeninos, eran interpretados por hombres. Al
principio los personajes se componían con una ligera caracterización, pero
conforme se fueron llenando los teatros, se introdujeron artificios escénicos,
vestuario y las célebres máscaras (personae),
que terminaron estando ritualizadas y representando cada una de ellas
diferentes vicios, virtudes y arquetipos. La expresión dramatis personae significa literalmente máscaras del drama. En las tragedias los actores calzaban coturnos, una especie de sandalias con
tacón alto. Para las comedias se usaban los soccus
o zapatos bajos.
Los
locales eran al principio provisionales. Se montaban con ocasión de las fiestas
en algún espacio público. El primer teatro permanente no se construyó hasta 145
a.C. Era de madera, pero los asientos estaban ya dispuestos en semicírculo a
imitación de los teatros griegos. Si no había suficientes asientos para todos,
los espectadores los llevaban de sus casas. No había taquilla, los espectáculos
eran gratuitos y estaban patrocinados por algún
prócer local o por quienes aspiraban a ser elegidos para ostentar
magistraturas y otros cargos públicos. Los esclavos debían permanecer de pie, y
las mujeres se situaban siempre al fondo.
Más
tarde fueron construyéndose tanto en Roma como en las restantes ciudades
importantes italianas y de las colonias, teatros permanentes de buena fábrica
tal como han llegado hasta nosotros sus restos, algunos admirablemente
conservados.
Nuestro
profe Bigotini, gran entusiasta de las tablas, es capaz de declamar tragedias
de Terencio o comedias de Plauto, calzándose los altos coturnos o los modestos soccus.
Lamentablemente con esa enorme nariz le resulta imposible ponerse máscara.
¿Fruncís el ceño porque he dicho que iba a ser una tragedia? Nada, no hay que apurarse, soy un dios, la transformaré: la volveré de tragedia en comedia sin cambiar un solo verso.
Plauto.
Anfitrión.
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