Antes
de iniciarse las hostilidades con Cartago, la Roma republicana era una nación
rural cuyos habitantes, sin apenas excepciones, vivían de espaldas al mar. Los
romanos de entonces eran por completo ajenos a
las disputas marítimas entre griegos y fenicios que se dirimieron en el
Mediterráneo oriental y terminaron con el triunfo de los primeros. Acaso los
romanos sólo se dieron cuenta de que un creciente número de helenos comenzaron
a fundar colonias en las costas meridionales y en Sicilia. Florecieron
asentamientos griegos en la Magna Grecia, Catania, Siracusa, Heracles, Crotona,
Mesina, Síbari, Reggio, Naxos… Mientras, en el extremo occidental, Cartago, la
joven heredera de Fenicia, señoreaba la costa norteafricana, el sureste de la
península Ibérica hasta Portugal, Córcega, Cerdeña y el sur de Francia.
En
cuanto a Sicilia, la parte oriental era griega y la occidental cartaginesa. En
la isla se vivía un continuo estado de tensiones y guerra fría no exenta sin
embargo, de frecuentes escaramuzas bélicas. Es difícil saber si Roma fue
realmente consciente de dónde se metía cuando aceptó la oferta de los mamertinos.
Estos mamertinos, que adoptaron el
nombre (hijos de Marte) con notable desparpajo, eran una banda de mercenarios,
mezcla de itálicos, griegos renegados y delincuentes desterrados de Cartago,
que comandaba un tal Agatocles de Siracusa, una especie de capitán pirata. Sus
muchachos asaltaron Mesina, la saquearon y se instalaron en el estrecho
ejerciendo la rapiña sobre cualquier navío que se aventurara en aquellas aguas.
Hicieron de las suyas durante veinte años, hasta que Hierón, el arconte de
Siracusa, se dispuso a poner orden en la región y acabar con su reino de
terror.
Los
mamertinos pidieron ayuda a Cartago
que mandó un ejército a ocupar la ciudad. Claro que con sus protectores
cartagineses en casa, no podían seguir ejerciendo la piratería, así que ateniéndose
a la máxima de que un clavo saca otro
clavo, llamaron en su auxilio a los romanos. Corría el año de 264 a.C. y
los romanos, a pesar de su nula experiencia marítima, soñaban con las riquezas
de Sicilia, algo así como Eldorado de su tiempo. Los senadores, patricios que
en su mayoría vivían de la agricultura, se opusieron a la aventura. Pero la
decisión final estuvo reservada a la Asamblea
Centuriada, y en ella tenían mayor peso los équites o caballeros, entre los que predominaban las clases
industriales y mercantiles, patriotas que sacaban pecho enarbolando los
estandartes, porque siempre habían sacado tajada en las guerras. De manera que
Roma decidió aceptar la oferta de los mamertinos,
y encomendó la empresa al cónsul Apio Claudio.
Los
romanos entraron por sorpresa en Mesina e hicieron prisionero a Annón, el
general cartaginés que la gobernaba. Volvió derrotado a Cartago donde fue
crucificado. Los cartagineses armaron en tiempo record un ejército, al frente
del cual colocaron a otro general con el mismo nombre de Annón. Se ve que debía
ser un nombre muy común.
El
nuevo Annón desembarcó en Sicilia y estableció alianza con Hierón de Siracusa,
pues al parecer, los griegos preferían unirse a los viejos enemigos antes que
soportar a aquellos advenedizos romanos. Después de diversas alternativas en
las que se hicieron y se deshicieron alianzas, Apio Claudio terminó cediendo al
griego Hierón, Mesina y el dominio del estrecho, a cambio del derecho de sitiar
Agrigento que estaba en manos cartaginesas, y era la llave para hacerse con la
mitad occidental de la isla.
Los
cartagineses armaron un segundo ejército al mando de Amílcar, otro que no tenía
nada que ver con el famoso padre de Aníbal, pero está claro que la escasez de
nombres en Cartago era alarmante. Este Amílcar supuso con razón que para cuando
llegara, los romanos ya se habrían hecho fuertes en la Sicilia occidental, y
que difícilmente podría derrotarlos en tierra. Así que, confiando en su poderío
marítimo, marchó con una flota de ciento tres naves sobre la propia Roma. Y es
en este punto donde se produjo el milagro, pues los romanos demostraron gran
aplicación al construir partiendo prácticamente de cero, una escuadra de ciento
veinte trirremes al mando del cónsul Atilio Régulo. Demostraron también un
singular ingenio al dotar muchas de aquellas naves con un artilugio novedoso al
que llamaron corvus, cuervo,
consistente en una larga pasarela plegable que permitía abordar los navíos
enemigos al tiempo que les impedía maniobrar.
A
las primeras naves romanas les sucedieron otras que no cesaban de salir de sus
astilleros. En total una flota de trescientos treinta navíos con ciento
cincuenta mil hombres. Cartago puso en pie otra flota muy similar al mando de
Amílcar. La primera gran batalla de aquella Primera Guerra Púnica se
libró frente a las costas de Marsala. Cartago perdió treinta naves. Roma
veinticuatro, casi un empate, pero Régulo pudo desembarcar en África, en el
cabo Bon, desde el que amenazaba con su ejército a la cercana Cartago, por lo
que cabe adjudicarle la victoria. Con ayuda de muchos númidas sublevados,
Régulo se plantó a escasos treinta kilómetros de Cartago, proponiendo a sus
dirigentes unas duras condiciones de rendición.
Los
cartagineses, perdida la confianza en sus propios generales, confiaron el mando
a Xantipo, un griego de Esparta. En aquel tiempo los espartanos eran en la
guerra algo así como serían los prusianos en el siglo XX. Xantipo reorganizó el
ejército cartaginés con mano de hierro, haciendo crucificar a unos cuantos,
incrementando la caballería de la que no disponían los romanos desembarcados, e
incorporando los elefantes, que mucho después iban a resultar decisivos en la
época de Aníbal.
La
segunda gran batalla, esta vez terrestre, tuvo lugar cerca de Túnez en 255.
Régulo fue hecho prisionero. Sólo sobrevivieron unos dos mil romanos.
Cinco
años necesitó Roma para rehacerse de aquella derrota. En aquel periodo se
sucedieron las escaramuzas marítimas que en general, fueron favorables a los
cartagineses, hasta que en una de ellas su general Asdrúbal, en una tentativa
de recuperar Palermo, fue derrotado dejando veinte mil hombres en el campo.
Se
reanudó la guerra, y al frente de los cartagineses apareció Amílcar Barca, esta
vez sí, el padre de Aníbal, que logró una larga serie de victorias parciales
hasta ser derrotado por el cónsul Lutacio Cátulo que le infligió un severo
correctivo otra vez en el mar y contra todo pronóstico, pues las naves
cartaginesas doblaban en número a las romanas. Cátulo concedió a Amílcar el honor de las armas, y Roma, contra la
opinión de algunos belicistas que exigían continuar la guerra hasta la
rendición incondicional del enemigo, propuso a Cartago unas condiciones
razonables que fueron aceptadas: el abandono de Sicilia, la restitución de los
prisioneros y el pago de tres mil doscientos talentos en diez años.
Así
concluyó una guerra, la Primera Guerra Púnica, que se
había prolongado durante veinticinco años, del 265 al 241. Las dos partes
sabían que se trataba sólo de una tregua. En Cartago el hijo de Amílcar Barca,
el joven Aníbal, estaba deseando vengar la derrota de su padre y de su patria.
Dejemos por ahora que el viejo profe Bigotini descanse. Ocasión habrá de que
continúe con el relato.
-Doctor,
siempre estoy deseando lo que no tengo, y cuando lo consigo, ya no me interesa.
¿Qué puede ser este trastorno?
-Seguramente
que es usted gilipollas.
-¿Pero,
no podría tratarse de algún trauma infantil no superado?
-Bueno…,
podría ser. Pero me inclino más por mantener mi primer diagnóstico.