Ya
hemos dicho en alguna de nuestras pequeñas reflexiones sobre el sexo, que el
llamado estro o periodo de celo es
común a la práctica totalidad de las hembras del reino animal. Su frecuencia y su
duración, variables según las diferentes especies, pueden ser muy elevadas,
como en el caso de muchos roedores cuyas hembras engendran y crían varias
camadas al año; o al contrario, breves y singulares, como ocurre en muchos
insectos y otras criaturas de vida efímera que sólo tienen sexo una vez en su
vida.
En
cualquier caso la norma en la naturaleza es que el estro de las hembras se
anuncie y se haga patente mediante diversas señales, que pueden ser visuales
(genitales abultados o de colores llamativos), acústicas, olfativas, etc.
Todas
esas señales que anuncian la disposición de las hembras a la cópula, culminan
en la cópula, limitándose los encuentros sexuales de machos y hembras
precisamente a aquellos periodos en los que la hembra receptiva está en
condiciones de ovular y engendrar nueva vida. Concluimos de ello que entre la
inmensa mayoría de las especies, la finalidad del sexo es la reproducción,
puede decirse que con carácter exclusivo.
Si
repasamos la historia natural desde el prisma de la evolución, veremos que una
minoría de especies es capaz de eludir esta exclusividad para añadir a los
encuentros sexuales otras utilidades. En algunos animales la cópula tiene el
valor añadido de remarcar el dominio de unos individuos sobre otros, usualmente
de los machos sobre las hembras, aunque sobre todo entre los mamíferos se dan a
veces montas homosexuales con ese objetivo de dominio/sumisión ya sea entre
machos o entre hembras que dejan así patente su posición en la escala
jerárquica del grupo.
En
algunos grandes simios estrechamente emparentados con nosotros, como bonobos y
chimpancés, las prácticas sexuales adquieren también un tinte social dirigido a
reforzar los lazos afectivos y familiares entre distintos individuos. Pero
incluso en el caso de los bonobos, reputados como la especie más promiscua,
cabe diferenciar los coitos meramente sociales de los reproductivos. Las
hembras de bonobo, como el resto de las hembras, experimentan su estro,
y lo manifiestan mediante las señales acostumbradas, calor y rubor genitales,
secreciones olorosas y comportamientos de invitación a la cópula.
Existe
una única especie en la que el estro no se manifiesta de ninguna
manera apreciable. Esa especie es, naturalmente, la nuestra.
En
efecto, entre los seres humanos la práctica del sexo no sólo tiene finalidad
reproductiva, sino que, como en nuestros parientes arborícolas, obedece a otros
impulsos ya sean afectivos o simplemente recreativos.
En
la hembra humana y sólo en ella se da el raro fenómeno de la ovulación oculta, no existiendo ningún
signo externo que la indique. Ni siquiera las recientes técnicas de medición de
temperatura o análisis hormonales permiten estar totalmente seguros de que se
está produciendo ovulación. Tampoco la mujer muestra diferencias apreciables en
cuanto a receptividad o disponibilidad para el coito en los distintos periodos
del ciclo menstrual. Su afectividad (como la del varón, dicho sea de paso) se sustenta
en elementos tales como lo que llamamos el amor romántico, como la atracción
física o sencillamente como el mero deseo. El sexo entre nosotros es, además de
reproductivo, y muchas veces en lugar de reproductivo, estimulante, divertido,
placentero y hasta a veces apasionante.
Ese
carácter no reproductivo del sexo en nuestra especie, se plasma claramente en
que las mujeres siguen interesadas por el sexo durante el embarazo, una vez
concluida la edad fértil, y también lo están aquellas que por diferentes
motivos se saben infértiles. De ello podría concluirse que, bonobos aparte, y
sujeta al obligado decoro que a menudo exigen nuestras estructuras sociales y
culturales, la humana es la especie que más y con mayor aplicación disfruta del
sexo en toda su mágica extensión.
¿Por
qué las mujeres carecen de estro? ¿Por qué no ofrecen señales
ovulatorias evidentes? ¿Cuál es el origen evolutivo de la casi constante
receptividad femenina y de la ovulación oculta?
La
respuesta apresurada que acaso acuda al lector podría ser esta: sencillamente porque el sexo es divertido.
Lamentablemente el argumento no es suficiente desde el punto de vista
científico. Leemos a Jared Diamond que los ratones marsupiales parecen pasarlo
mucho mejor que nosotros, porque sus cópulas duran unas doce horas y están
plagadas de orgasmos y eyaculaciones, toda una juerga.
Pero
ya que volvemos a la sexología comparada, fijemos nuestra atención en otra
especie animal, un ave, el papamoscas cerrojillo. La hembra papamoscas solicita
la cópula sólo cuando sus óvulos están listos para ser fertilizados. Una vez
comienza a poner, su interés por el sexo desaparece, y resiste las
proposiciones de los machos (que como hemos visto en anteriores entregas,
insisten siempre incansablemente). Pues bien, en un experimento en que los
ornitólogos convirtieron en viudas a veinte hembras de papamoscas después de
que ellas hubieran completado la puesta, seis de las veinte viudas
experimentales solicitaron la cópula a nuevos machos dos días después. Tres de
ellas fueron vistas copulando, y muchas otras podrían haberlo hecho fuera de la
observación. Es evidente que las hembras intentaban engañar a los machos
haciéndoles creer que eran fértiles y que estaban disponibles. Cuando los
huevos fueron eclosionando, muchos de los machos sustitutos procedieron a
alimentar a los polluelos como habría hecho su padre biológico.
El
caso de los papamoscas cerrojillos nos proporciona alguna pista sobre las
causas de que la mujer ignore el momento de su ovulación y se mantenga receptiva
permanentemente. La indefensión de las crías humanas hace que necesiten
cuidados parentales durante mucho más tiempo que las del resto de las especies
animales, en las condiciones más primitivas, al menos hasta diez o más años
después del destete. Cualquier hembra de mamífero puede ocuparse de sus crías
sin la participación del macho. Sin embargo, entre los humanos la mayor parte
del alimento se consigue muchas veces mediante técnicas complejas que requieren
el concurso de ambos progenitores. Incluso hoy en día las madres solteras lo
tienen difícil, imaginemos la extrema dificultad en un grupo prehistórico de
homínidos cazadores-recolectores.
Si
la mujer primitiva dejaba que su hombre abandonara la caverna o el campamento
en busca de otras mujeres a las que fertilizar, tal como le dictaría su
instinto de macho, expondría a su cría y a ella misma al hambre y a la
indefensión. No podía dejarlo marchar. Así que la solución más brillante y
eficaz fue ofrecerle sexo, manteniéndose sexualmente receptiva con
independencia de la producción de óvulos. De manera que el sexo
recreativo funciona como un adhesivo de la pareja, induce la monogamia, favorece la cooperación,
incrementa la probabilidad de supervivencia de adultos y crías, lo que se
traduce en una más eficaz transmisión de la carga genética. Sumemos a lo
anterior que las parejas humanas no viven aisladas, sino que forman parte de
grupos en los que se produce de hecho una fuerte interdependencia económica.
Para una mujer cuyo hombre no cumpliera las expectativas de sostén de la
familia, la ignorancia de la ovulación y continua receptividad, le
proporcionaría otras parejas que eventualmente aportaran alimentos u otros
bienes.
La
ciencia se divide entre la teoría del “papá en casa”,
que propone que la ovulación oculta se desarrolló para promover la monogamia,
para forzar al hombre a quedarse y reafirmar su seguridad acerca de la paternidad
de los hijos de su compañera, y la teoría opuesta de los “muchos
padres”, según la cual la ovulación oculta se desarrolló para
dar a la mujer acceso a muchos compañeros sexuales y dejar así a varios hombres
con la incertidumbre sobre la paternidad de sus hijos.
Ya
veis que no se trata de un dilema sencillo. Traspasa los límites de la
paleontología y la biología, para adentrarse en la antropología y la
sociología.
En
cualquier caso, tanto el profe Bigotini como yo mismo, renunciamos a
complicarnos la vida, y proclamamos que el
sexo es divertido, afirmación que
constituye un magnífico principio y dista mucho de ser un mal final.
Aquella
pequeña lombriz encontró la muerte en una cazuela de fideos. La pobre creyó que
se trataba de una orgía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario