
Es
sabido que, a diferencia de las plantas en cuya vida sexual el azar juega un
papel fundamental, entre los animales es la hembra quien de forma mayoritaria
elige a su pareja. Las razones no pueden ser más obvias. A diferencia de los
machos que por lo general no hacen más esfuerzo en la crianza de la prole que
el coito, son las hembras quienes casi siempre invierten más energía en la
reproducción, encargándose primero de la gestación y después de los cuidados
maternales, alimentación, lactancia en el caso de los mamíferos, etc.
Naturalmente, una inversión tan costosa exige a la hembra elegir bien con quién
desea aparearse, escoger al padre más idóneo para transmitir a sus hijos los
mejores genes posibles.
En
principio los elegidos deberían ser los machos más grandes, más fuertes, más
veloces… Pero todos sabemos que no siempre es así. Por ejemplo, las grandes
astas de algunas especies de ciervos, que primitivamente evolucionaron como
defensas en caso de ataque de los depredadores, han llegado a convertirse en
ciertas especies más en un hándicap que en una ventaja. Llegan a ser tan
pesados y tan ramificados que constituyen un verdadero estorbo para sus
poseedores, enredándose en los arbustos u obligando al macho a desplazarse más
lentamente, resultando presas fáciles para sus depredadores. Otro tanto puede
decirse de los pavos reales, cuyas vistosas y coloridas colas alcanzan tamaños
descomunales que no hacen sino complicar la vida a sus orgullosos dueños.
Podrían ponerse muchos más ejemplos de este tipo, pero entonces ¿por qué ciervas
y pavas reales, entre otras muchas hembras, prefieren a esos machos como
pareja?
Sencillamente
porque resultan mucho más atractivos. Es lo que ya el mismo Darwin denominó selección sexual, un concepto que no
siempre coincide, incluso que en ocasiones parece oponerse al más amplio de selección natural. La selección sexual es
el principal motor de la aparición de los caracteres
sexuales secundarios, es decir, aquellos rasgos físicos que no
son genitales propiamente, que no intervienen directamente en la reproducción
(fecundación, gestación, alumbramiento…), pero que desempeñan un papel esencial
en la elección de pareja. Los caracteres sexuales secundarios abarcan una
amplísima gama de rasgos como la cornamenta o la cola multicolor ya citados, o
como vistosos adornos, comportamientos extravagantes, y en nuestra especie
rostros hermosos, cuerpos esbeltos, miembros musculosos, anchas caderas, pechos
prominentes, ojos azules…

En
cuanto a los ojos azules que acabamos de citar, es interesante señalar que los
ojos de color claro y el cabello rubio o pelirrojo son caracteres fenotípicos
contenidos en genes recesivos. Es decir,
son rasgos que sólo se expresan cuando ambos progenitores los aportan. Si uno
de ellos aporta el gen de cabello oscuro o el de ojos oscuros, que son los
dominantes, los de cabello u ojos claros jamás se expresarán en la descendencia
por tratarse de genes recesivos. Lo normal habría sido pues, que con el paso
del tiempo y las sucesivas generaciones, esos rasgos recesivos se hubieran
perdido en nuestra especie. Sin embargo no han desaparecido, y la razón es
obvia: resultan tan atractivos para el sexo opuesto, que sus poseedores o
poseedoras son preferidos como pareja sexual, lo que ha hecho que tales rasgos
se hayan perpetuado, y constituyan un porcentaje más o menos constante entre
los naturales del norte y el centro de Europa.

Es
usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida… lo cual no dice mucho en mi
favor. Groucho Marx.
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