Cuando
Carlos III dejó Nápoles y las Dos Sicilias para ocupar el trono de España, se
propuso convertir su nuevo reino en una gran nación. Se apoyó al principio en
sus hombres de confianza en Italia, Grimaldi y sobre todo, Esquilache, que se
ocupó de los ministerios más importantes, el de Hacienda y el de la Guerra. El
marqués era competente, pero demasiado autoritario. La célebre frase todo para el pueblo pero sin el pueblo,
parecía haber sido ideada para él. Su prepotencia y su fama de derrochador
además de su condición de extranjero, acabaron por convertirle en un personaje
impopular. Tras los motines de 1766, Carlos se decidió a sustituirle.
A
partir de ese momento, el impulso reformista que inspiró la corona estuvo
liderado por tres españoles: Campomanes, Floridablanca y el conde de Aranda,
tres hombres de su tiempo, ilustrados y muy bien relacionados con sus
contemporáneos franceses, lo que contribuyó a que los reaccionarios de su
tiempo, y sobre todo los de la España negra del XIX, los tildaran de
enciclopedistas, volterianos, masones y librepensadores (terrible insulto en
boca de un apostólico). Pero lo cierto es que tales acusaciones carecían de
fundamento. Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, era un aristócrata y
un militar que había estudiado en Bolonia, había sido embajador en Francia y trataba
con familiaridad a Federico II de Prusia. Era un hombre abierto al progreso,
pero siempre desde su irrenunciable posición aristocrática.
Floridablanca |
Floridablanca
y Campomanes eran de cuna más modesta. Ambos de formación universitaria y mucho
menos viajados que el de Aranda. José Moñino y Redondo, que llegaría a ser
conde de Floridablanca, era un jurista que se inició como fiscal hasta llegar a
ejercer la Secretaría de Estado, equivalente a un ministerio de Asuntos
Exteriores. Pedro Rodríguez de Campomanes, que también adquirió más tarde su
título de conde, era un erudito reconocido por sus dotes de historiador. Los
dos junto a Aranda, fueron los encargados de acometer las reformas, pero
estaban divididos en cuanto a la forma de realizarlas. Los partidarios de Aranda
formaban el partido aragonés, llamado así simplemente porque su líder lo
era. La mayor parte de estos “aragoneses” eran aristócratas a quienes
preocupaba el aumento de poder que adquirían los juristas y funcionarios, a los
que tildaban despectivamente de escribanos o de golillas, porque llevaban
aquellos cuellos almidonados que años atrás puso de moda Felipe IV para
sustituir a las incómodas gorgueras del barroco. Floridablanca fue uno de los
primeros en sostener esa idea tan moderna de que los militares debían someterse
al poder civil.
Campomanes |
En
cierta forma cada uno hizo la guerra por su cuenta. Aranda impulsó la creación
de las sociedades económicas de amigos del país, compuestas en principio por
nobles. Los hidalgos de Azcoitia fundaron la primera en 1764. Campomanes
comprendió enseguida la utilidad de tales sociedades, e inició su creación en
diferentes regiones y sin exclusión de clérigos, intelectuales o comerciantes.
Floridablanca se interesó por las obras públicas. Caminos, puentes o canales,
como el Imperial de Aragón, que proyectó y construyó Ramón de Pignatelli, por
cierto cuñado de Aranda, fueron sus proyectos preferidos. Pero de una u otra
manera, los tres contribuyeron decisivamente al progreso del país. Florecieron
las ciencias aplicadas, la náutica, la mineralogía… Mejoró la agricultura, el
comercio y la todavía incipiente industria. El Siglo de las Luces trajo a
España más higiene, más escuelas, más hospicios… Se expulsó a los jesuitas, algo
que la reacción ultracatólica de entonces y posterior no perdonaría jamás.
Se
corrigieron muchos abusos, pero se mantuvieron muchas instituciones arcaicas
con la Inquisición a la cabeza. También persistieron la Mesta, los gremios, los
mayorazgos y la mayor parte de las rémoras del Antiguo Régimen. La renovación
irritó a los conservadores, pero se quedó muy corta para las aspiraciones de
los reformistas. Mientras el anhelado progreso no terminaba nunca de llegar, el
enfrentamiento de las dos Españas bullía ya en los ánimos de unos y de otros.
Se materializaría en sangre en las largas décadas que siguieron.
-Vendí
tu Seat.
-Bendito
seas tú.
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