El
reino protista engloba a los microorganismos eucariontes que no es posible clasificar dentro de ninguno de los
otros tres reinos eucariónticos (hongos,
animales y plantas). Es algo así como un cajón de sastre donde caben
organismos tan dispares como algas, mohos
o protozoos. Precisamente a este último grupo, el de los protozoos,
pertenece el género plasmodium, del que hoy quiero deciros un par de cosas:
Plasmodium es efectivamente, un género de protistas, del que se conocen más de 175
especies diferentes. A lo largo de su evolución, se han especializado en una
forma de vida muy concreta: el parasitismo. Todas las especies de plasmodium
necesitan, para completar su ciclo vital, parasitar a dos huéspedes: un
invertebrado (mosquitos del género anopheles), y un vertebrado, que muy
a menudo es algún tipo de simio, y en el caso que hoy nos ocupa, somos
concretamente nosotros, los humanos.
El
parásito causa la enfermedad que indistintamente llamamos malaria (del italiano
medieval, mal aire) o paludismo
(del latín palus: pantano). Se trata
de una enfermedad endémica en amplias zonas del África Central y Meridional, y
en algunas regiones de Asia y Suramérica. Recientes estudios demuestran que
cuatro o cinco especies de plasmodium acompañan al ser humano
desde hace al menos 50.000 años. Probablemente ya parasitaban a los precursores
del género homo. Otras especies de plasmodium muy similares conviven
con los chimpancés, y otras más con los gorilas de África Occidental, lo que
invita a pensar que estos indeseables parásitos han viajado con nosotros en
términos evolutivos desde tiempos extraordinariamente remotos.
Pero
no olvidemos al otro protagonista de la malaria: el mosquito anopheles, que
actúa como vector imprescindible para la transmisión de la enfermedad. Anopheles
es un insecto con un asombroso dimorfismo sexual. El mosquito macho
es una criatura inofensiva, que se alimenta exclusivamente del néctar de las
flores. Sin embargo, la hembra en el periodo reproductivo necesita un aporte
energético suplementario para que sus huevos sean capaces de madurar, y ese
aporte lo obtiene ni más ni menos que de nuestra sangre.
Mientras
se alimenta, la hembra anopheles introduce en nuestra
sangre los esporozoitos o formas embrionarias del parásito, que infestan
su saliva. Entre treinta y sesenta minutos después, los esporozoitos,
transportados a través de la sangre, penetran en nuestras células hepáticas.
Allí se multiplican de forma asexual, dando lugar a miles de merozoitos
(otra forma intermedia). La mayoría de estos merozoitos destruyen la
célula hepática que los albergaba, y salen otra vez al torrente circulatorio,
donde invaden los hematíes o glóbulos rojos. Allí siguen multiplicándose,
revientan literalmente los hematíes y a través de la sangre, continúan
multiplicándose, ocupando indistintamente hematíes y células hepáticas. Todo
ello por supuesto, con resultados devastadores para el huésped (hombre, mujer o
niño) que tuvo la desgracia de sufrir la inoculación del parásito.
Cierta
proporción de merozoitos se transforma en gametocitos masculinos y
femeninos. Si una hembra de anopheles todavía no infestada ingiere
la sangre del enfermo, absorbe parte de esos gametocitos. Es en el
intestino de anopheles donde se completa el ciclo. Allí se produce la fecundación. De la
unión de los gametos masculinos y femeninos surgen ovocistos que liberan esporozoitos.
Los esporozoitos
migran a la saliva de la hembra, y de esta manera tan sencilla y tan terrible,
quedan dispuestos para infestar a la siguiente víctima humana. En la
ilustración podéis apreciar el ciclo completo.
La
que acabo de describir es la forma habitual de transmisión. Existen sin
embargo, otras dos opciones: el contagio de la madre al feto a través de la placenta,
y la transfusión sanguínea de un donante que haya padecido la enfermedad
(posible, aunque poco frecuente). Cada año se producen en el mundo nada menos
que 396 millones de nuevos casos de malaria. Actualmente deben existir
unos 900 millones de personas afectadas, y se calcula que pueden morir
anualmente unos 2,7 millones de personas, la mayoría (75%) niños. Los síntomas
son variados, y obedecen por una parte a la acción directa de los merozoitos,
‘destripando’ hematíes y células hepáticas, y debilitando a la víctima; y por
otra parte a la actividad del sistema inmune del huésped, que trata de luchar
contra los parásitos libres en la sangre (mientras permanecen refugiados en las
células, no inducen reacción alguna). Los enfermos presentan fiebre, escalofríos,
tos, cefalea intensa y sudor profuso. También náuseas, vómitos, heces
sanguinolentas, dolores musculares e ictericia. Se producen defectos en la
coagulación, y en casos graves no tratados puede haber shock, insuficiencia
renal y hepática, trastornos neurológicos y coma, que a menudo conduce al
fallecimiento.
La
fiebre y los escalofríos se presentan de forma cíclica, en fases de tres o de
cuatro días. Por eso en España se hablaba de fiebres tercianas, que
hoy sabemos causadas por plasmodium
falciparum o plasmodium vivax; o
de fiebres
cuartanas, que originaba plasmodium
malariae. La malaria o paludismo parece en nuestros días algo tercermundista
o de un pasado lejano. Os recuerdo, sin embargo, que en una fecha tan reciente
como 1943 se diagnosticaron en España 400.000 casos, y se registraron 1.307
muertes. El último caso autóctono se registró en 1961, y en 1964 España fue
oficialmente declarada libre de malaria. No obstante, ahora mismo se
registran casos aislados importados por turistas e inmigrantes. En 2004 se
documentaron 351.
Ya
sabéis que nuestra especialidad es la Prevención. Vamos
a ello. La erradicación de la malaria, o al menos su aislamiento y
control, pasan fundamentalmente por la higienización de las regiones
endémicas. Algo que requiere unos esfuerzos y un aporte monetario que cada vez
parece más dudoso que los dirigentes económicos de nuestro podrido mundo, estén
en disposición de aportar. El mejoramiento de la gestión de los recursos hídricos
reduce la transmisión del paludismo y de otras enfermedades de
contagio vectorial. El uso de mosquiteros y otros medios físicos
de barrera contra los insectos, también es de utilidad. Parecen prometedoras
las técnicas de modificación genética creando machos estériles de anopheles.
En el Imperial College de Londres han
creado recientemente el primer mosquito transgénico resistente al paludismo.
En 2007 se publicó un trabajo (PLoS Patógenos) en el que se asegura que los pepinos
de mar pueden bloquear la transmisión del parásito, al producir una
lecitina que retarda su crecimiento…
El
problema de las vacunas parece no tener fin. La mayor parte de ellas aún se
encuentra en desarrollo. La vacuna CSP
trata de inducir la inmunidad en la fase de infección de la sangre. Se trabaja
también con preparados a base de plasmodios
irradiados. La vacuna más prometedora parecía ser la del investigador
colombiano Manuel Patarroyo, que en
algún ensayo demostró una eficacia de más del 70%. Sin embargo, ha sido puesta
en solfa por lo que de forma difusa suele llamarse la comunidad científica. Patarroyo, todo un heterodoxo, acusa a sus
detractores de arrogancia, y al final uno no sabe qué partido tomar.
Está
por último, el controvertido tema del DDT. Gracias a este eficacísimo
insecticida la malaria fue erradicada en Europa durante el siglo XX. Antes de
su prohibición, la enfermedad también se había erradicado en algunas zonas
tropicales mediante la eliminación de los mosquitos. El DDT se prohibió por sus
efectos nocivos sobre la salud y la fauna, algo que nadie discute. Cabe
preguntarse, no obstante, si no sería posible un uso limitado del DDT
con fines sanitarios, muy distinto del uso industrial y agrícola masivo e
indiscriminado que se practicó en el pasado, limitándolo por ejemplo, a las
viviendas, los tejados y los puntos de mayor riesgo de las regiones más
azotadas por el paludismo. Por parte de bastantes ecologistas y de algunos
grupos ambientalistas, la idea parece estar cobrando alguna fuerza. Una ventaja
adicional del DDT es su bajísimo coste, ya que actualmente carece de patente.
Acaso el motivo de la beligerante oposición de la industria química al DDT,
radica precisamente en esa falta de patente. La rentabilidad de imponer nuevos
pesticidas con patente es infinitamente superior. Por cierto, muchos de esos
nuevos pesticidas, siendo bastante menos eficaces que el DDT, no le van a la zaga
en efectos nocivos.
En
fin, disculpad esta digresión. No soy especialista en la materia, ni tengo
intención de hacer apostolado a favor de una sustancia de probados efectos
nocivos. Me limito a exponer los hechos y a sumar dos y dos. Cuente quien
quiera con los dedos, y saque cada cual sus propias conclusiones.
Doctor,
me sorprende que mi tos le parezca muy mala. He estado practicando toda la
noche.
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