Estado
de Florida (USA), comienzo de la década de los 90. La escena transcurre a las
puertas de una clínica privada en la que se practican abortos. Allí se ha
reunido un heterogéneo grupo de antiabortistas. Pertenecen al movimiento
pro-vida de América. Unos gritan consignas contra el aborto, otros enarbolan
esos carteles rígidos que tanto abundan entre los manifestantes americanos. En
los carteles hay fotos de niños, de recién nacidos, y de fetos maduros que
muestran rasgos faciales reconocibles y hasta incipientes sonrisas. Ante las
cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa, despliegan una gran pancarta
en la que se interroga: ¿está mal detener el asesinato de bebés inocentes?
Entre
los que sostienen la pancarta se encuentra el joven Paul Hill. Su imagen de
chico bueno, vestido de Lacoste, rubito, repeinado y con gafitas,
viajará de costa a costa en los noticieros. El reverendo Paul Jennings Hill,
tiene ya treinta y tantos años, pero aparenta diez menos. Es un ministro
presbiteriano casado y con tres hijos, afiliado a la Iglesia de Dios en
América, también conocida como Ejército de Dios o como AOG, sus siglas en
inglés. Hill no pasa desapercibido para nadie. La reportera de CNN, cautivada
por la fotogenia del muchacho, pide a su cámara un primer plano. En los
próximos días Paul Hill y su compañero el reverendo Michael Bray, serán
entrevistados en telediarios y magazines televisivos. Tendrán oportunidad de
dejar meridianamente claras sus convicciones: el aborto es un asesinato. Sea
cual sea la edad del embrión, aun cuando sólo tenga el aspecto de un
microscópico pelotón de células, se trata de un ser humano provisto de alma
inmortal. Acaso cuando crezca será un nuevo Abraham Lincoln o una nueva Marie
Curie…
El
dedo acusador de Paul Hill y sus correligionarios apunta de manera singular a
un hombre, John Britton. El doctor Britton es un prestigioso ginecólogo que
dirige la principal clínica abortista de Florida. Britton ha practicado en los
últimos años miles de interrupciones del embarazo a otras tantas mujeres.
¡Miles de asesinatos de bebés!, claman escandalizados los antiabortistas. El
acoso a su clínica se recrudece por momentos, y el ginecólogo recibe cada día
insultos y amenazas de todas clases. Tras algún incidente desagradable, Britton
decide contratar un guardaespaldas, James Barrett, un curtido ex policía que
conoce bien su oficio.
Pensacola,
Florida, 29 de julio de 1994. El doctor Britton sale de su clínica seguido del
guardaespaldas Barrett y de la esposa de este último que ese día
excepcionalmente ha acompañado a su marido, para ser reconocida por el doctor.
En la calle aguarda el reverendo Hill, quizá menos sonriente que en sus
apariciones televisivas. Hay en su rostro decisión y en su mano una pistola de
esas que los americanos compran en cualquier armería de guardia. Hill
dispara, vaciando el cargador entero contra el trío, sin dar tiempo a Barrett a
reaccionar. El resultado es la muerte del doctor y el guardaespaldas. La esposa
de Barrett sufre graves heridas.
Starke,
Florida, 3 de septiembre de 2003. Paul Hill es ajusticiado mediante una
inyección letal. Había sido condenado a la pena capital en 1994, y agotados
todos los recursos de su defensa, firmó su ejecución el gobernador de Florida,
que se llamaba Bush y además era hijo de Bush padre y hermano de Bush hijo. La
ejecución estuvo precedida de una enorme polémica.
Paul
Hill jamás se mostró arrepentido, y declaró que por su acción esperaba una
gran recompensa en el cielo. No apreciaba diferencia moral entre matar un
embrión y matar al médico, excepto que el embrión era para él un inocente
bebé sin culpa alguna, y el médico un peligroso criminal. Era consciente de
haber quitado dos vidas, faltando al quinto mandamiento, y lo lamentaba de
veras. Temía incluso que su acción pudiera condenarle al infierno, pero
esperaba la benevolencia del Señor, y en todo caso, consideraba la muerte del
médico como un mal menor, ya que así consiguió salvar cientos, acaso
miles de vidas. Antes de decidirse a matar a Britton, había sopesado todos los
factores. Quizá si el doctor hubiera sido más viejo… Pero era relativamente
joven. Debían quedarle quince o veinte años de ejercicio profesional, y en todo
ese tiempo, quién sabe a cuántos miles de bebés inocentes habría podido
asesinar…
Hill
fue reconocido por expertos psicólogos y psiquiatras. Todos estuvieron de
acuerdo en que no era un psicópata ni estaba loco. Paul Hill era un honrado
padre de familia, convencido de haber llevado a cabo una acción desagradable
pero necesaria. La muerte del guardaespaldas fue sólo un accidente, un daño
colateral que le atormentaba incesantemente. Pero en lo referente al médico,
estaba seguro de haber cumplido con su deber. Para él resultaba muy duro todo
aquel trance, la cárcel, el corredor de la muerte…, pero alguien tenía que hacerlo,
y cuanto antes mejor, para evitar nuevas matanzas de inocentes niños. Hubo
quien lo tachó de fanático. Tampoco lo era. Durante el juicio quedó demostrado
que Hill vivía la religión sin extremismos, y hasta con moderación. Así lo
atestiguaron muchos de sus feligreses, que lo calificaron de comprensivo y
tolerante con las faltas ajenas…
En
fin. Ocurrió sencillamente que el reverendo creía. Era un tipo sinceramente
religioso. En este caso, un cristiano sinceramente religioso, como podía haber
sido un sincero judío o un sincero musulmán. Tenía fe. Y su fe lisa y llana,
desprovista de fanatismo, le llevó a la convicción de que matar al doctor
Britton era una acción justa y necesaria. Así de simple y así de terrible.
¿Quién dijo que las religiones son benéficas? Digámoslo de una vez, y perdone
el lector que me ponga sentencioso: las religiones, todas las religiones,
además de anacrónicas, son supersticiones absurdas, que pueden llevar y de
hecho llevan a menudo a sus seguidores, a cometer actos absurdos y supersticiosos,
a incitar el odio, el sufrimiento propio o ajeno, morir o matar. ¿Benéficas?...
Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere
cambiar de tema. Winston Churchill.
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