martes, 7 de agosto de 2018

DOLORES LÓPEZ, LA ÚLTIMA BRUJA DE SEVILLA



La condena y el ajusticiamiento público de la llamada beata Dolores fueron los últimos que se produjeron en Sevilla por parte de la inquisición. Resultó muy ruidoso acaso porque en aquel tiempo, 1781, eran ya muy escasas las condenas a muerte. Marcelino Menéndez Pelayo relata el caso en su monumental Historia de los heterodoxos españoles, apoyándose en el seguimiento del proceso que hizo Latour. Dice don Marcelino que de esta beata Dolores, la sevillana María Dolores López, afirmaba el vulgo que fue condenada por bruja, arrojándose algunos viajeros de extrañas tierras a forjar novelescas historias, hasta suponerla joven y hermosa. Según Latour y Menéndez Pelayo, nada más alejado de la verdad, porque la beata Dolores no era bruja, sino iluminada, secuaz del molinosismo, herejía sensualista que preconizó el aragonés Miguel de Molinos. Por añadidura no era hermosa, ya que además de ciega era negrísima, repugnante y más horrenda que aquella vieja Cañizares del Coloquio de los perros cervantino. Así que como por su, al parecer inexistente belleza, no podía excitar grandes pasiones, don Marcelino atribuye su dilatada carrera amorosa a que so capa de santidad, era bestialmente desordenada en costumbres, una especie de ninfómana, que se diría modernamente.

Aunque nacida de cristianos y honrados padres, María de los Dolores López, mostró muy desde niña genio indómito e inclinaciones perversas. Huyó de casa a los doce años y se fue a vivir amancebada con su confesor, con gran escándalo del vecindario. El idilio duró sólo cuatro años, al término de los cuales el confesor pidió confesión a grandes voces (esto es como el alguacil alguacilado, pero en plan clerical), y suplicó que apartasen de su lado a la cieguecita.
Precisamente su condición de ciega, unida a un ingenio muy despierto, aunque sólo para el mal, le conferían cierto prestigio fantástico entre la muchedumbre, el vulgo analfabeto que se hacía cruces de que a pesar de su ceguera, aquella muchacha prodigiosa supiera y adivinara tantas cosas. Dolores pretendió ingresar como organista en el convento de carmelitas de Nuestra Señora de Belén, pero las caritativas monjitas la pusieron en la calle, y tuvo que marcharse a Marchena, donde tomó el hábito de beata. Allí en Marchena creció su fama de santidad. Se rodeó de un grupo de incondicionales admiradores, fascinados por los especiales favores divinos que había recibido, y probablemente también por su especial propensión a la coyunda y los esparcimientos carnales. Dolores mantenía largas conversaciones con su ángel custodio y con el niño Jesús, con quien se atrevió a la confianza de llamarle el tiñosito.


Pervirtió a su segundo confesor, natural de Lucena. Está claro que los confesores eran su especialidad. El hombre fue encarcelado en un monasterio de rígida observancia, y nuestra beata regresó a su Sevilla natal, donde perseveró durante doce años más en su escandalosa vida, hasta que uno de sus confesores (otro más) la delató arrepentido, y se delató a sí mismo en julio de 1779. Así comenzó el proceso que se prolongó durante dos años. El proceso fue largo porque la beata estuvo pertinacísima en no confesarse culpable, sosteniendo por el contrario, que había sido favorecida desde los cuatro años con singularísimos dones espirituales, aprendiendo a leer y escribir sin que nadie le enseñase, manteniendo continuo y familiar trato con Nuestra Señora, libertando millones de almas del purgatorio y habiéndose desposado en el cielo con el Niño Jesús, siendo testigos San José y San Agustín. Todo en premio de las flagelaciones y martirios corporales que voluntariamente se imponía.
Como ya finando el siglo de las luces, la Santa Inquisición pretendía ser una institución moderna y civilizada, parece que con Dolores limitaron al mínimo las torturas y castigos corporales, que se resolvieron prácticamente en ayunos y penitencias de oración. Pusieron eso si, especial énfasis en las prédicas y amonestaciones. En vano agotaron sus esfuerzos los más sabios teólogos y misioneros del tiempo, entre ellos Fray Diego de Cádiz, famoso predicador que debía tener un pico de oro. Todo fue inútil, Fray Diego estuvo con ella dos meses sin parar de predicarle hasta que se le secó la boca, y se retiró convencido de que aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista.

Procuró la beata en un último y desesperado intento por salvarse sin confesar, realizar actos de verdadera energúmena, pero no le sirvieron de nada. Conociendo que fingía locura, y juzgando que perseveraba en sus graves errores, la autoridad eclesiástica la relajó al brazo secular el 22 de agosto de 1781. Oyó la sentencia sin conmoción ni asombro ni muestras de pesar, temor o arrepentimiento. Salió al auto de fe con escapulario blanco y coroza de llamas y diablos pintados, que aumentaban el horror de su extraña figura. Francisco de Goya supo plasmar en sus grabados la verdadera esencia de esos autos de fe en aquella España esperpéntica y tragicómica.
Hubo que amordazar a la beata para que no blasfemase. Subió al púlpito el padre Teodomiro Díaz de la Vega, famoso en toda Sevilla por su piedad. El padre Vega amenazó (golpeó dicen algunos) a Dolores con el crucifijo, y tan piadoso gesto obró la virtud de hacer por fin prorrumpir a la beata en abundantes lágrimas, y pedir a gritos confesión en la plaza de San Francisco. El numeroso público allí congregado, sin duda esperaba este final feliz. Murió Dolores entre aplausos con muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y después entregado su cadáver a las llamas. Sin duda un apoteosis sublime que puso colofón a un episodio como este, tan salvaje y tan sublimemente español. Bendita y maldita piel de toro nuestra en la que, mientras en Europa se experimentaba con máquinas de vapor y globos aerostáticos, aquí todo se arreglaba a base de golpes de crucifijo. Eran los sueños de la sinrazón, que producían los monstruos más pavorosos.

-Me acaban de robar mi abrigo nuevo.
-Hombre, ya te dije que era de los que más se iban a llevar.



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