La
condena y el ajusticiamiento público de la llamada beata
Dolores fueron los últimos que se produjeron en Sevilla por
parte de la inquisición. Resultó muy ruidoso acaso porque en aquel
tiempo, 1781, eran ya muy escasas las condenas a muerte. Marcelino
Menéndez Pelayo relata el caso en su monumental Historia de los
heterodoxos españoles, apoyándose en el seguimiento del proceso
que hizo Latour. Dice don Marcelino que de esta beata Dolores, la
sevillana María Dolores López, afirmaba el vulgo que fue condenada
por bruja, arrojándose algunos viajeros de extrañas tierras a
forjar novelescas historias, hasta suponerla joven y hermosa.
Según Latour y Menéndez Pelayo, nada más alejado de la verdad,
porque la beata Dolores no era bruja, sino iluminada, secuaz
del molinosismo, herejía sensualista que preconizó el
aragonés Miguel de Molinos. Por añadidura no era hermosa, ya que
además de ciega era negrísima, repugnante y más horrenda que
aquella vieja Cañizares del Coloquio de los perros
cervantino. Así que como por su, al parecer inexistente belleza, no
podía excitar grandes pasiones, don Marcelino atribuye su dilatada
carrera amorosa a que so capa de santidad, era bestialmente
desordenada en costumbres, una especie de ninfómana, que se
diría modernamente.
Aunque
nacida de cristianos y honrados padres, María de los Dolores
López, mostró muy desde niña genio indómito e inclinaciones
perversas. Huyó de casa a los doce años y se fue a vivir amancebada
con su confesor, con gran escándalo del vecindario. El idilio duró
sólo cuatro años, al término de los cuales el confesor pidió
confesión a grandes voces (esto es como el alguacil alguacilado,
pero en plan clerical), y suplicó que apartasen de su lado a la
cieguecita.
Precisamente
su condición de ciega, unida a un ingenio muy despierto, aunque sólo
para el mal, le conferían cierto prestigio fantástico entre la
muchedumbre, el vulgo analfabeto que se hacía cruces de que a pesar
de su ceguera, aquella muchacha prodigiosa supiera y adivinara tantas
cosas. Dolores pretendió ingresar como organista en el convento de
carmelitas de Nuestra Señora de Belén, pero las caritativas
monjitas la pusieron en la calle, y tuvo que marcharse a Marchena,
donde tomó el hábito de beata. Allí en Marchena creció su fama de
santidad. Se rodeó de un grupo de incondicionales admiradores,
fascinados por los especiales favores divinos que había recibido, y
probablemente también por su especial propensión a la coyunda y los
esparcimientos carnales. Dolores mantenía largas conversaciones con
su ángel custodio y con el niño Jesús, con quien se atrevió a la
confianza de llamarle el tiñosito.
Pervirtió
a su segundo confesor, natural de Lucena. Está claro que los
confesores eran su especialidad. El hombre fue encarcelado en un
monasterio de rígida observancia, y nuestra beata regresó a su
Sevilla natal, donde perseveró durante doce años más en su
escandalosa vida, hasta que uno de sus confesores (otro más) la
delató arrepentido, y se delató a sí mismo en julio de 1779. Así
comenzó el proceso que se prolongó durante dos años. El proceso
fue largo porque la beata estuvo pertinacísima en no confesarse
culpable, sosteniendo por el contrario, que había sido favorecida
desde los cuatro años con singularísimos dones espirituales,
aprendiendo a leer y escribir sin que nadie le enseñase, manteniendo
continuo y familiar trato con Nuestra Señora, libertando millones de
almas del purgatorio y habiéndose desposado en el cielo con el Niño
Jesús, siendo testigos San José y San Agustín. Todo en premio de
las flagelaciones y martirios corporales que voluntariamente se
imponía.
Como
ya finando el siglo de las luces, la Santa Inquisición pretendía
ser una institución moderna y civilizada, parece que con Dolores
limitaron al mínimo las torturas y castigos corporales, que se
resolvieron prácticamente en ayunos y penitencias de oración.
Pusieron eso si, especial énfasis en las prédicas y amonestaciones.
En vano agotaron sus esfuerzos los más sabios teólogos y
misioneros del tiempo, entre ellos Fray Diego de Cádiz, famoso
predicador que debía tener un pico de oro. Todo fue inútil, Fray
Diego estuvo con ella dos meses sin parar de predicarle hasta que se
le secó la boca, y se retiró convencido de que aquella mujer tenía
en el cuerpo el demonio molinosista.
Procuró
la beata en un último y desesperado intento por salvarse sin
confesar, realizar actos de verdadera energúmena, pero no le
sirvieron de nada. Conociendo que fingía locura, y juzgando que
perseveraba en sus graves errores, la autoridad eclesiástica la
relajó al brazo secular el 22 de agosto de 1781. Oyó la
sentencia sin conmoción ni asombro ni muestras de pesar, temor o
arrepentimiento. Salió al auto de fe con escapulario blanco y
coroza de llamas y diablos pintados, que aumentaban el horror de
su extraña figura. Francisco de Goya supo plasmar en sus
grabados la verdadera esencia de esos autos de fe en aquella España
esperpéntica y tragicómica.
Hubo
que amordazar a la beata para que no blasfemase. Subió al
púlpito el padre Teodomiro Díaz de la Vega, famoso en toda Sevilla
por su piedad. El padre Vega amenazó (golpeó dicen algunos) a
Dolores con el crucifijo, y tan piadoso gesto obró la virtud de
hacer por fin prorrumpir a la beata en abundantes lágrimas, y pedir
a gritos confesión en la plaza de San Francisco. El numeroso público
allí congregado, sin duda esperaba este final feliz. Murió Dolores
entre aplausos con muestras de sincero arrepentimiento, pidiendo a
todos perdón por los malos ejemplos de su vida. Fue ahorcada y
después entregado su cadáver a las llamas. Sin duda un apoteosis
sublime que puso colofón a un episodio como este, tan salvaje y tan
sublimemente español. Bendita y maldita piel de toro nuestra en la
que, mientras en Europa se experimentaba con máquinas de vapor y
globos aerostáticos, aquí todo se arreglaba a base de golpes de
crucifijo. Eran los sueños de la sinrazón, que producían los
monstruos más pavorosos.
-Me
acaban de robar mi abrigo nuevo.
-Hombre,
ya te dije que era de los que más se iban a llevar.
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