En
el imaginario colectivo de nuestra cultura judeo-cristiana, Biblos o
Babilonia, la gran metrópoli del Creciente Fértil, ha sido siempre
sinónimo de pecado y maldad. De esta negativa imagen acaso el
principal responsable sea el libro bíblico de Daniel, donde se narra
la persecución sufrida por Sidraj, Misaj, Abed-Nego y el mismo
Daniel, por parte del rey Nabucodonosor, al que se presenta como un
monstruo que arrojaba a sus inocentes víctimas a fosos repletos de
leones o los asaba en hornos llameantes. Muchos siglos más tarde, en
la ópera Nabuco de Verdi, aparecían también los judíos como
infelices cautivos maltratados por sus opresores. Conviene sin
embargo, aclarar que el libro de Daniel fue escrito cuatro siglos
después del cautiverio babilónico, en el periodo helenístico,
cuando los judíos sufrían la represión de Antíoco IV, un monarca
grecohablante. El libro de Daniel probablemente sirvió al interés
de los judíos helenizados a la fuerza, que no pudiendo expresar
claramente su rebeldía contra Antíoco, emplearon el conocido
recurso de la metáfora para hacer patente su descontento.
Porque
lo cierto es que el llamado cautiverio de Babilonia, exilio forzoso
de los judíos (de una selección de las familias importantes) tras
la conquista de Jerusalén por Nabucodonosor en 587 a.C., no fue ni
mucho menos tan trágico como se pinta en el libro de Daniel. Al
contrario. Babilonia era una ciudad cosmopolita donde reinaba una
atmósfera de tolerancia religiosa. Los babilonios no hicieron el
menor esfuerzo para obligar a los judíos a adorar a Marduk. Lejos de
ser oprimidos, los judíos pudieron adquirir allí tierras y
propiedades, hacer negocios y prosperar considerablemente. Conforme
muchos de ellos iban regresando a Judea, sus parientes babilónicos
se habían enriquecido lo suficiente como para ofrecerles un gran
apoyo económico. En ningún documento histórico existe indicio de
que los judíos crearan algún problema a las autoridades
babilónicas.
Ezequiel
fue el principal profeta judío del exilio. Por lo que sabemos,
Ezequiel se condujo en todo momento como un ejemplar patriota
babilonio. Lanzó feroces invectivas contra los enemigos de
Nabucodonosor (Tiro y Egipto). Incluso culpó de la destrucción de
Jerusalén y su templo no a Nabucodonosor, sino a los pecados y las
costumbres licenciosas de sus propios compatriotas judíos. Ezequiel
mantenía que el Dios de Israel estaba disgustado y quería castigar
a los suyos. Cuando hubieran cumplido su condena, retornarían a su
patria. Con esta astuta fórmula, el profeta evitó que sus paisanos,
y de paso sus anfitriones, adoptaran la entonces extendida creencia
de que al ser derrotado un pueblo, perdía su identidad nacional y
sus dioses morían con él. De esta manera Ezequiel mantuvo viva la
llama del judaísmo. Aun más, bajo la guía de Ezequiel un puñado
de sabios escribas exiliados comenzó a poner por escrito las viejas
leyendas, los testimonios históricos y las tradiciones orales del
pueblo judío. Nacieron así los primeros libros de la Biblia tal
como los conocemos. Sus conocimientos se remontaban a la entrada en
Canáan y a las remotas leyendas de Moisés y de los viejos
patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.
Para
todo lo anterior carecían de tradiciones, de manera que adaptaron
algunas antiguas leyendas de sus anfitriones babilonios. Los primeros
relatos del Génesis que hacen referencia a la creación, al Jardín
del Edén o al diluvio, son claramente de inspiración babilónica.
Así, Tiamat, el monstruo del caos, se convierte en Tehom (lo
profundo), la lista de los patriarcas ultralongevos anteriores al
diluvio, parece provenir directamente de los registros sumerios
conservados por los sacerdotes babilonios de aquel tiempo. La torre
de Babel no es sino una versión magnificada del zigurat dedicado a
Marduk que quedó a medio terminar. El peregrinaje de Abraham desde
Harrán a Canáan y su procedencia de Ur de los caldeos, no hace otra
cosa que describir el itinerario que la tradición otorgaba a los
orígenes de los propios habitantes de Babilonia. En definitiva, los
primeros libros bíblicos hunden sus raíces en la tradición
babilonica.
Pero
volviendo a la perversidad de Babilonia, cuando se adquiere cierta
fama, es muy difícil desprenderse de ella. En parte por el citado
libro de Daniel, y en parte por las diversas fuentes posteriores de
la tradición religiosa y/o literaria (en el Apocalipsis de san Juan
se la describe como cloaca de vicios), Babilonia, que probablemente
no era ni más ni menos perversa que cualquier otra gran ciudad,
pasaría a la historia como la quintaesencia de lo malvado y lo
pecaminoso. Siglos después de ser destruida Babilonia, este
discutible cetro de la maldad pasaría a Roma como metrópoli
dominante del ámbito mediterráneo. Mucho más tarde no se librarán
del sambenito la Sevilla del barroco español, la Venecia de
Casanova, el París del can-can o el Las Vegas de los casinos.
Realidad, fantasía... quién sabe.
Mi
mujer me ha dado un ultimatum. Dice que o le presto atención cuando
me habla... o no sé qué más...
No hay comentarios:
Publicar un comentario