El
viejo profe Bigotini y sus dos bellísimas acompañantes cuyas
identidades no nos permite desvelar en este foro abierto, visitaron
Viena
durante un cálido verano. Viena es sin duda la más imperial de
todas las ciudades imperiales del mundo. También es la capital de la
música. Valses, polcas, marchas, polonesas… Viena entera es como
el foso de una gran orquesta sinfónica. Mozart en la Ópera y algún
cuarteto de cuerda durante una apacible tarde en los jardines de
Belvedere pueden servir muy bien como aperitivo musical.
Por
la mañana temprano, después de un improvisado desayuno callejero,
nos plantamos a las puertas de la famosa Escuela española de
equitación y de los celebérrimos museos de la kaiserina
Elisabetta, conocida entre nosotros que tenemos más confianza, con
el familiar apodo de emperatriz Sisí. Si, si, como lo estás
leyendo.
Pasamos
revista a las vajillas imperiales, las imperiales cuberterías, los
aposentos imperiales y hasta los imperiales retretes. Una
espectacular, nostálgica (e imperial) vuelta al glorioso pasado
austro-húngaro entre gasas, tules, porcelanas y oropeles, aderezada
con una pizca de esa inefable cursilería pangermánica que también
alcanza a las gentes de por aquí. Y es que en todas partes cuecen
habas y en Europa, lo mismo que en nuestra querida piel de toro, hay
más tontos que botellines.
Al
terminar con el palacio de Sisí, visita al parlamento austriaco y al
ayuntamiento, con paseo por los jardines y cervecita fresca incluida.
Luego comida en el lujoso e incomparable marco del Café Central
(algún lujo hay que permitirse); y tras la sobremesa, vuelta al tajo
(mejor dicho, al Danubio). Vista panorámica sobre el río, barrio
judío y finalmente cena detrás de la catedral, en un restaurante
con terraza callejera, bullicioso y lleno hasta la bandera.
Especialidades del país (delicioso snitzel
de grandes proporciones), cervezas y al hotel, que la vida del pobre
turista es dura.
En
apenas el tercer día, tenemos ya Viena casi completamente dominada.
Con el metro se llega a cualquier parte por lejana que sea, en un
periquete.
Después
de desayunar vamos a mirar escaparates a Maria-Hilferstrae,
la avenida donde están las tiendas lujosas y los centros
comerciales. Desembocamos en Karlplaz, y llegamos al barrio del
mercado, uno de los más típicos de Viena. Tras recorrer los puestos
y hacer fotos (hay un montón de alimentos exóticos y coloristas),
reparamos fuerzas en el Strandhaus restaurant, excelente
establecimiento especializado en pescados. Gambas, mejillones, pastel
de marisco, calamares, salpicón, salmón en salsa… todo muy rico.
Lo regamos con un delicioso G’spriztel,
un vino ligero, frizzante,
seco y frío, muy apropiado para pescados.
Tras
una breve sobremesa tomamos el metro hacia el Prater. Mirad, ahí
está la célebre noria. Pero no es la misma y tampoco el parque es
el mismo. El Prater de El
tercer hombre tenía
el aire triste y melancólico de ciudad ocupada y postguerrista.
Ahora se ha convertido en una Disneylandia para chachas y soldados,
con aroma a feria de pueblo. Tiene un encanto distinto, pero encanto
al fin. Es alegre y divertido. Risas de niños, besos de novios…
Por todas partes rebosa vida el Prater vienés. Subida obligada a la
histórica noria. Más fotos. Paseo por el recinto ferial.
Buscamos
al salir del Prater dónde cenar, y acabamos en una zona en que la
guía aconseja una docena de buenos establecimientos. Tras un
detenidísimo estudio de las cartas y los menús, nos decidimos por
la espléndida terraza del Gasthaus Pfudl (en el número 22 de
Baeckerstrae).
Una joya. Tabla de quesos, steack
tartar y un
wiennersnitzel
suave y delicioso. Pequeños placeres y grandes alegrías.
Mañana
museística. En la Albertinnegallerie, prestigiosa pinacoteca
vienesa, hemos admirado dos colecciones magníficas de pintores del
siglo XX. Después hemos almorzado en el Café de la Ópera, un
ambiente lujoso y exclusivo. Largos paseos por la tarde con algunas
paradas para descansar, entre otras, la obligada en los jardines
Belvedere.
Para
terminar el día, una cena insólita en el Indochina-21 (18 de
Stubenring), un sitio de cocina franco-vietnamita que ostenta nada
menos que una estrella Michelín. Cena opípara: gambas-tigre,
arroces, pato Saigón, laudels…
Todo delicioso.
Nada
más levantarnos hemos decidido (y ha sido una sabia decisión)
visitar el museo del palacio Belvedere. Caminata fatigosa entre
cuadros maravillosos y espléndidas obras de arte. Destaca la
colección de lienzos de Gustav Klint.
A
mediodía comemos en el mercado de Karlplaz. Vamos eligiendo lo que
nos apetece de los distintos puestos. Algo improvisado pero sabroso.
Volvemos luego al hotel a descansar un instante (el extraordinario
metro de Viena nos brinda esta posibilidad, que no hay que
desaprovechar). Al asomarnos a la calle en Westbanhof, comprobamos
que llueve a mares. Volvemos al hotel. Chubasqueros, paraguas… Al
volver a la calle ha parado de llover. El clima vienés es así, ¡que
le vamos a hacer!
Souvenirs
para los amigos. Compras y más compras en la zona comercial. Después
de tomar un refresco junto a la Ópera y comprar unos cedés de
óperas de Mozart, consultamos las guías para elegir un buen
restaurante. Hay que despedirse de Viena como es debido.
Elegimos
el Zum Kuckuck. El nombre es una especie de onomatopeya del cuco,
porque el local, tremendamente recargado, tiene entre otras miles de
cosas, un montón de relojes de cuco de la Selva Negra. Está en el
nº 15 de Himmelpfortgasse, muy cerca de la catedral. Es quizá el
restaurante más tradicional de Viena. Tuvo una estrella Michelín y
la perdió hace unos años, sin que el chef se suicidara ni nada
parecido. Es un sitio encantador y al camarero sólo le falta
besarnos a tornillo. La carta es limitada, pero exquisita. Las
mejores especialidades de la cocina tradicional vienesa con un toque
de autor, dicen las guías. Aperitivos (campari
y prosecco) con tapitas de la casa que vienen a ser los platos
típicos de Austria en versión mini. Pedimos un tafelzpitzer
vienés (reinterpretación del cordón-bleu
de toda la vida, pero con una textura crujiente muy original), y una
versión inédita del saltimbocca
romano, a base de jamón dulce y gelatina de jerez. Todo está
exquisito. Una cena memorable y una alegre sobremesa con su toque de
elegancia. Extraordinaria despedida de Viena. Salzburgo nos espera, y
no conviene hacerla esperar.
No
lo entiendo. En los MacDonalds a todo le llaman “mac”: macpollo,
macmenú… Sin embargo, a la magdalenas las llaman muffins y no
“macdalenas”.
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