Situémonos
en los albores del siglo VI en la populosa Bizancio, la segunda Roma, la
capital del mundo. Sus habitantes, como los del resto del imperio, eran
oficialmente cristianos desde hacía casi un par de siglos. Sin embargo, nadie
piense que se trataba de gentes especialmente piadosas. Al contrario, la urbe
desde la que se manejaba el destino de millones de seres humanos, se había
convertido en un gigantesco lupanar. Dos facciones enfrentadas, los verdes y
los azules, se disputaban el poder político y económico sin el menor escrúpulo,
llegando hasta el asesinato. Los burdeles florecían por doquier, y la vida
social se centraba en el circo y el hipódromo. Un tal Acacio, del partido de
los azules, sirio o tal vez chipriota, ejercía como encargado de los osos en el
anfiteatro. Acacio tenía tres hijas: Cómito y Anastasia eran muy bellas, pero
Teodora, la mediana, aventajaba a sus dos hermanas en talento y hermosura.
Teodora
debió nacer hacia el año 500 de nuestra era. Se presentó en público cuando
todavía era una niña, y ya entonces supo encender pasiones entre los
espectadores varones. Tenía una belleza irresistible, unos ojos grandes y
expresivos, unos pechos perfectos y unas caderas cimbreantes y magníficas. Toda
una ninfa. El mosaico del coro de San Vital de Rávena no le hace justicia. Las
imaginadas representaciones de los pintores pompiers
franceses del diecinueve la retratan mucho más sensual. Siendo jovencísima,
representó en el hipódromo a Afrodita emergiendo de las olas sobre una concha.
Acostada en un lecho de transparentes gasas, la hermosa Teodora completamente
desnuda, interpretó el papel de Leda siendo poseída por un cisne blanco. Sus
hagiógrafos la califican de actriz. Sus detractores la tildan de ramera.
Seguramente ambos tienen razón. El mero talento escénico a menudo no es
suficiente para ascender socialmente.
A
la belleza física, Teodora unió una aguda inteligencia. Era espiritual,
ingeniosa, divertida, descarada, locuaz… A veces demasiado locuaz. Supo seducir
a muchos, pero también se granjeó el odio de sus enemigos. A los diecisiete
años era ya la estrella más rutilante del mundo galante bizantino, toda una
celebridad. Se hizo amante de un tal Hecébolo, un funcionario de rango, y le
acompañó a su destino en Pentápolis. Allí en tierras africanas, fue abandonada
por ese sujeto, y Teodora se vio obligada a ganarse la vida con su ingenio y
quien sabe por que otros medios, a través de Alejandría, de Siria, de
Antioquía…
Acaso
las penalidades le hicieron madurar y crecer en astucia y ambición. El caso es
que de vuelta en Constantinopla, por medio de una amiga llamada Macedonia, fue
presentada a Justiniano, el sobrino del emperador Justino I, que estaba
destinado a sucederle. Teodora tenía unos espléndidos veintidós años que
exhibía con orgullo, y dos hijos de los que no estaba tan orgullosa, pero que
Justiniano adoptó inmediatamente como suyos. En 527 Justiniano accedió al trono
del Imperio, y con él Teodora, que tanto en vida de su esposo, como sobre todo
tras su muerte, se convirtió en la mujer más poderosa del orbe en su tiempo.
Todo lo demás podréis encontrarlo en los libros de Historia. La Iglesia Ortodoxa
la venera como santa, a pesar de que antes y después de revestirse de púrpura,
Teodora se declaró abiertamente partidaria de la herejía monofisita, que
reconocía a Cristo una sola naturaleza, la divina.
Desde
nuestro modesto foro de afición (y pasión) por la Historia , Bigotini se
descubre respetuoso ante Santa Teodora, se arrodilla ante la emperatriz Teodora
de Bizancio, y se postra ante Teodora la ramera, la hija del domador de osos,
que supo elevarse desde el barro y alcanzar la gloria.
-¡Dios
mío, que diamantes!
-Créeme
querida, Dios no tuvo nada que ver con ellos.
Mae
West.
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