En
una fecha tan cercana en la Historia como 1873, en el curso medio del Danubio
se unieron oficialmente los viejos enclaves fortificados de Buda y Óbuda con la ciudad de Pest, situada
en la orilla opuesta. Así nació la gran Budapest,
hoy capital de Hungría. Una urbe de dos millones de habitantes. El primitivo
asentamiento celta se convirtió en Aquincum,
la capital romana de la Panonia inferior. Los magiares, belicoso pueblo
estepario, la ocuparon en el siglo IX, los mongoles en el XIII y los turcos en
el XV. Tras sacudirse el dominio otomano, se transformó en una de las más
importantes capitales del Imperio Austro-Húngaro, alcanzando en los siglos
XVIII y XIX su mayor esplendor. Sobrevivió después a dos guerras mundiales, al
periodo nazi, al soviético, y hasta a la frustrada revolución de 1956.
El
profe Bigotini conoció la Budapest comunista, quizá un poco gris y un poco
triste, pero con una formidable vida oculta bullendo en su interior y en el
corazón de sus alegres, amables y siempre animosos moradores. Era aquella
Budapest un poco cómica de “esta mesa no
es mía”, frase que resumía irónicamente el espíritu de los trabajadores de
empresas estatales (que por supuesto, eran todas). El cliente sentado a la mesa
del restaurante, corría el riesgo de ser ignorado de forma sistemática por
todos los camareros. En las ocasionales obras y reparaciones urbanas era común
ver como un solo obrero trabajaba, mientras otros seis u ocho lo contemplaban
con extrañeza, sentados sobre sus ociosas herramientas. Los húngaros, dotados
de una innata facilidad para los idiomas, dominaban mayoritariamente el alemán
y el inglés. No obstante, cuando querían hacerse los desentendidos, se
escudaban tercamente en su lengua imposible, y no había forma humana de
sacarles la mínima información.
A
pesar de todo, la universidad de Budapest competía con las rusas en ciencia y
tecnología, atrayendo a estudiantes y profesores de la órbita socialista. Aun
conservamos el recuerdo nostálgico de un joven físico cubano, medio muerto de
frío, pero feliz con sus libros rusos, con sus salchichas asadas y con las preciosas
estudiantes rubias que revoloteaban a su alrededor. En eso no ha cambiado
Budapest. En ninguna otra ciudad europea hallará el visitante aficionado al
inocente pasatiempo del flirteo, muchachas más hermosas, más alegres ni más
cariñosas. Quienes por edad o por gravedad prefieran otros entretenimientos más
cultos, podrán escuchar en Budapest la mejor música clásica, o más
recientemente, deleitarse con los formidables grupos de jazz, ya sean visitantes o residentes. Budapest compite con las
cercanas Viena o Salzburgo por la capitalidad europea de la música.
La
Budapest actual suma a sus tradicionales atractivos otros nuevos y
extraordinariamente sugerentes. Uno puede disfrutar allí del mayor balneario
urbano de Europa. En las espectaculares termas de los baños Széchenyi, junto a
la monumental plaza de los Héroes, el viajero fatigado hallará un ambiente de
sosiego, y el jovenzuelo atolondrado tendrá oportunidad de consumir cervezas o
combinados sin tino en unas a modo de piscinas-discotecas repletas de chicas en
bikini. En el barrio alto de Buda o en el indescriptible mercado central, los gourmands se deleitarán con los especiados
goulash o con esas típicas salchichas
húngaras con la piel crujiente y cristalizada. Tampoco hay que perderse los
deliciosos strudells de frutas.
Especialmente recomendables son los que se sirven en los bares alternativos un
poco al estilo berlinés, que se han abierto en edificios ruinosos o
bombardeados durante la guerra. Es obligado saborear uno de esos pasteles de
manzana acompañado de pálinka, el
célebre y fortísimo aguardiente húngaro.
Hace
casi treinta años ya nos sorprendió el avión de combate suspendido con sirgas
en el vestíbulo del lujoso hotel Hyatt. Bigotini no le quitaba ojo mientras
saboreaba su té y sus pastelitos, servidos en una opulenta vajilla de plata. Con
el sabor intenso del licor en el paladar, el profe dice adiós a Budapest dando
un paseo por el viejo barrio judío. Suena en la lejanía un violín quejumbroso,
y se consuela el alma con el recuerdo de los amables (y las bellísimas) aquincenses. El gentilicio deriva de Aquincum, el antiguo topónimo latino.
Soltadlo como por casualidad en alguna reunión de culturetas, y ya tenéis el
éxito asegurado.
Cuando
se construyen castillos en el aire, suelen derrumbarse… Sin embargo, algunos
son tan hermosos que basta con disfrutar las ruinas.
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