Siempre se vuelve a Berlín. Tiene un imán más poderoso que
Jomeini, y más efectivo, aunque menos popular, que el de la calderilla en la
fontana romana. El verano de Berlín nunca defrauda. El profe se encontró con
esos 25 o 26º C tan típicos de la capital alemana, y con la brisa vivificante
que obsequia el Báltico, siempre caritativo con el viajero meridional. Bigotini
encontró Berlín tal como la recordaba. Curiosamente suele aplicarse a
Berlín el masculino: el Berlín oriental, el Berlín de antes de la guerra… Aquí
preferimos el femenino, porque contra la general opinión, la capital berlinesa
tiene cierto aire de amante despechada, de cantante de cabaret, de novia a la
fuga, de princesa descarriada…
Berlín estaba tan
cambiada, y a la vez tan fiel a sí misma como la recordábamos. Otra vez hemos
recorrido los patios de Oranienburg, cerca de la Sinagoga, con sus fragantes
flores y sus muchachas tristes. Otra vez nos hemos perdido y nos hemos
confundido con la muchedumbre en la abigarrada y cosmopolita Alexanderplatz.
Hemos vuelto a recorrer las tiendas y los patios laberínticos del viejo barrio
judío, y otra vez nos hemos demorado esperando el tranvía junto a las reinas de
la noche, o esperando el tren en una de esas estaciones de metro alicatadas
hasta el techo del milagro comunista.
No hemos olvidado pasar
bajo la puerta de Brandemburgo, imaginando los ecos hoy apagados, de desfiles,
banderas y terrores. No hemos olvidado saltar el muro derribado en el Check point Charlie. No hemos olvidado
volver al Pergamonmusseum, para
ascender la ancha escalinata del templo de Pérgamo, traspasar las monumentales
puertas de Istar, las del mercado de Mileto o las de la casa de Alepo. Es como
caminar con paso decidido hacia un pasado remoto, evocando viejos recuerdos
inexistentes y a la vez vivos, de la memoria común universal. También hemos
admirado las delicadas colecciones de antigüedades egipcias, orientales y
grecorromanas del Altesmusseum.
Berlín es también música.
En cualquier café de Alexanderplatz o en cualquier terraza que ilumine un
tímido rayo de sol, uno se reencuentra con las piezas del repertorio clásico y
popular, ejecutadas con ese ritmo sincopado, casi pizzicato, que saben imprimir
los intérpretes del Este. En el Viva
Zapata o en los caóticos bares de la zona alternativa, hallamos el contrapunto
punk y el grito antisistema. Los coloridos patios conducen mediante un dédalo
laberíntico, a viejas casas bombardeadas y locales inhabitables, convertidos en
improvisadas galerías de arte y en bares de los okupas neomilenarios. Allí se
dan cita las cervezas de medio litro y el spray grafitero, la artesanía
tradicional y el arte-basura de la posmodernidad. En los parques, las armonías
de Richard Strauss, en las interminables avenidas, la grandilocuencia de
Wagner. De noche tiene Berlín una música silenciosa. Ese aire un poco triste de
sus barrios orientales, con grandes avenidas de nombres como Karl Marx o Rosa
Luxembourg, que suenan a aclamación, bordeadas de espesas colmenas donde las
ventanas uniformes e infinitas, evocan intensamente las casas sindicales del
franquismo español. Cosas de las dictaduras, que todas tienen sus lugares y sus
símbolos comunes.
Convive esa Berlín
proletaria y anticuada de la espiga, el martillo y las consignas
revolucionarias esculpidas en el pavimento, con la Berlín ultramoderna del Sony Center y la zona comercial de Ku-Dam. Lujosas boutiques que llaman al
consumo lujurioso y desatado del occidente capitalista y manirroto. Conviven
también en Berlín las modestas bicicletas una y mil veces reparadas, con sus
timbres cosquilleando los oídos del paseante, con los automóviles lujosos,
descapotables lascivos que huelen a cuero y a triunfo. Está también la vieja
Berlín imperial con sus amplias avenidas dieciochescas, sus espléndidos
palacios, sus jardines, sus museos y bibliotecas. Cuidadas colecciones
atesoradas por aventureros ávidos de expolio y piratería. Tesoros comprados con
el dinero de la rancia, decadente, imperialista, despótica y acaso un poco
ridícula vieja Europa. La oronda ninfa a lomos del semental, y los tripudos emperadores
de opereta mirando a los turistas desde sus altos pedestales. Encaramados en
imposibles corceles de piedra, los Guillermos, los Federicos, los kaíseres
decrépitos, guiñan sus ojos pétreos a las japonesitas, mientras ellas
fotografían un primer plano de los genitales del caballo.
En la gastronomía
berlinesa perviven los trazos fuertes de la cocina tradicional, los
imprescindibles codillos, guisos y kartofelsoupes, con reinterpretaciones de lo
clásico más al gusto de los tiempos. Hay que detenerse en la recreación del
cochinillo crujiente que hacen en Refugium,
cerca de Friedrihstrasse, en la zona de UnterDenLinden, que en los últimos años
ha pasado de ser un decadente paseo del Este, a convertirse en la principal
arteria de la modernidad berlinesa, donde van los chicos y chicas guapas a ver
y dejarse ver. Es notable en ese sector un local llamado Va Piano, donde sirven imaginativas ensaladas y cócteles exóticos
en un ambiente selecto. En la misma galería que este último, existe otro local
especializado en la degustación de cigarros habanos de excepcional calidad, que
se acompañan de licores fuertes. Tampoco defraudan al comensal los restaurantes
del laberinto de patios de Oranienburg que recomiendan las guías. En el Hackescher Hof (Rosenthalerstrasse, 40)
nos recreamos con un risotto cremosísimo, unos calamares rellenos y un steak tartar que no se olvidan
fácilmente. Inolvidable también un local llamado Umspannwerk Ost (Palisandenstrasse, 48), restaurante que ocupa una
antigua fábrica aneja al Teatro del
Crimen, en la parte alta de Lansberger Alle, periferia de Alexanderplatz.
Es un local de moda al que acuden los berlineses después de asistir al teatro
especializado en obras policiacas y de misterio.
Pero no puede visitarse
Berlín sin asomarse a sus fogones y sus cazuelas tradicionales. Un buen codillo
cocido, contundente y jugoso, con su puré salpicado de picadillo, no se
olvidará fácilmente, sobre todo si se acompaña de una gran cerveza bávara
ligeramente amarga, o de una espumosa y densa cerveza negra del país. Si el
viajero, cegado por la gula, comete el error de zamparse la col fermentada del
acompañamiento, aseguramos que la tendrá presente durante el resto del viaje.
El lugar más adecuado para estos y otros excesos parecidos es sin duda el Zur Gerichtslaube, en Poststrasse 28,
muy cerca de la Rathaus de
Alexanderplatz. Se trata de un clásico biergarten
instalado en el antiguo edificio de los juzgados berlineses del siglo XIII.
Tampoco conviene dejar de probar las especiadas salchichas callejeras, las
célebres currywurts, acompañadas o no
de sus salsas pringosas, sus patatas y su inseparable jarra de cerveza. En este
apartado de comida callejera hay que añadir las sopas. Especial relevancia
tiene una modesta casa de comidas de nombre Suppenbörse,
en Dorotheenstrasse 43, sector Friedrichstrasse-Universidad. Ofrece cada semana
seis nuevas recetas de sopas de los cinco continentes.
El profe Bigotini llegó a
Berlín en avión y lo abandonó en ferrocarril. Lo dejamos por ahora en el
espacioso andén de la Haupbahnhof
berlinesa, con sus grandes cristaleras, mientras el tibio sol del verano
acaricia suavemente a nuestro sentimental viajero y a las gentes que esperan en
un silencio más propio de una catedral que de una estación. Bigotini saca el
pañuelo del bolsillo. ¿Acaso una furtiva lágrima? No amigos, es un leve catarro
producto de la brisa del Báltico. Claro que con esa nariz enorme, el estruendo
es fenomenal. El mágico silencio se ha roto, y aparece a lo lejos el tren…
La mejor manera de
asegurarse de tomar un tren es perder el anterior. Enrique Jardiel Poncela.
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