Inauguramos
hoy una nueva sección en la que acompañaremos al viejo profe Bigotini en sus
viajes por diferentes ciudades y puntos clave de la geografía europea. Este
primer episodio nos lleva a Berna,
flamante capital de la Confederación Helvética. Fue en esta pequeña ciudad
medieval donde un jovencísimo Albert Einstein, a la sazón modesto empleado en
su oficina de patentes, descubrió los fundamentos de la teoría de la
relatividad, que publicada en dos entregas (1905 y 1915), conmovería los
cimientos de la ciencia y de nuestra forma de entender el universo físico. Allí
vivió Einstein sus años de recién casado, y en su casco histórico se conserva
con celoso mimo la casa en que habitó, convertida en un museo al que acude en
reverente peregrinación una legión de seguidores.
Lo
primero que en Berna fascina al viajero es el contraste entre la vieja ciudad
medieval, extraordinariamente conservada, y la moderna arquitectura funcional
de la Berna neomilenaria. Su prestigiosa universidad, pionera en investigación
aeroespacial, acoge a estudiantes y postgraduados de los cinco continentes. El
profe visitó Berna en verano, cuando su clima es menos riguroso, y a excepción
de los imprescindibles e irritantemente frecuentes aguaceros, el viajero puede
pasear sus calles con tranquilidad, admirar sus fuentes renacentistas
primorosamente conservadas, o detenerse en los numerosos comercios que,
estratégicamente situados al amparo de tres kilómetros de soportales, ofrecen
al incauto turista la tentación permanente de un sinfín de objetos inútiles
cuyo peso le abrumará durante el resto del viaje, y de regreso a casa
terminarán en el extremo de una estantería o en el oscuro olvido del cuarto
trastero.
El
profe Bigotini no es tan viejo como a menudo presume, así que de vez en cuando
le gusta admirar los gráciles movimientos de todas esas rubicundas jovencitas
centroeuropeas que en el calor canicular, bullen como un enjambre de
encantadoras abejitas. El viajero interesado en este inocente pasatiempo, podrá
hallar en Berna un campo abonado a sus aficiones. Las jóvenes “bernáculas” (si se me permite llamar
así a las indígenas) poseen rostros angelicales y unos notables cuartos
traseros que hacen honor a la segunda parte del neologismo. El comercio, como
ya hemos dicho, es variado y floreciente. En cuanto a la hostelería… bueno, eso
ya es harina de otro costal. Parece mentira que el héroe nacional suizo sea
Guillermo “Hotel”, caramba. Un
pequeño ejemplo:
El
viajero dispone de apenas una hora para coger su tren, tiempo que a la ligera,
juzga suficiente para tomar una frugal refacción. Entra en un atractivo
establecimiento. El camarero, por decirlo con toda franqueza, no se alegra de
verlo. Es más, no lo quiere allí, y preferiría que hubiera elegido otro
establecimiento. A su impaciente premiosidad opone una fría imperturbabilidad.
Por si fuera poco, otro camarero, nacido expresamente con el único propósito de
observar al viajero en este tramo preciso de su vida, permanece inmóvil a
cierta distancia, con la servilleta bajo el brazo y las manos enlazadas. El
viajero comunica al primer camarero que dispone de sólo treinta minutos para
comer algo, y él propone que empiece por un poco de pescado que estará listo en
cuarenta. Una vez declinada la propuesta, el camarero sugiere en un alarde de
ingenio, una chuleta de ternera o de codero. –Una chuleta de lo que sea-, ataja
el viajero. El camarero desaparece sin prisas detrás de una puerta, y al cabo
de un tiempo interminable regresa anunciando que lamentablemente sólo pueden
servirle ternera. -¡Ternera, entonces!- grita el viajero, visiblemente ansioso.
Aclarada
la comanda, regresa el camarero para poner un mantel, cubiertos, y una
servilleta doblada fantásticamente en forma de sombrero tirolés, todo ello con
gran parsimonia, ya que algo en la ventana atrae poderosamente su atención. A
continuación coloca una copa para el vino blanco, otra para el tinto, una
tercera para el agua, y una batería perfectamente alineada de catorce
aceiteras, vinagreras y frascos profusamente decorados, en una disposición que
reproduce fielmente la batalla de Pavía. Durante todo ese tiempo, el otro
camarero no cesa de mirar al viajero con la intensidad de quién estuviera
calculando el número exacto de viudos que habitan la Baja Silesia. Consumida la
mitad del tiempo de que dispone sin que haya llegado nada más que una jarra de
cerveza y el pan, el viajero implora: -Hombre, vaya a ver qué pasa con esa
chuleta, por caridad-. Él de momento no puede atender su súplica, porque está
ocupado sirviéndole ocho kilos de pequeñas porciones de mantequilla francesa,
en una fuente descomunal que apenas cabe en la mesa, con un diminuto trocito de
apio como acompañamiento. El otro camarero cambia la posición de una pierna,
dubitativo, como si hubiera desechado la posibilidad de emigrar a Australia.
Cuando el viajero, ya desesperado, está a punto de levantarse y marcharse sin
comer, llega por fin la esperada chuleta cubierta por una tapadera de plata. El
camarero hace una floritura antes de destaparla, y le echa un vistazo como si
se sorprendiera de verla, lo cual es improbable, pues la chuleta es tan vieja
que debe haberla visto con frecuencia durante las últimas semanas.
A
las ocho de la tarde llueve intensamente y ya todo está cerrado en Berna. No es
extraño que al joven (y aburridísimo) Einstein le diera por recogerse pronto en
su casita junto a la estufa, y ponerse a pensar durante interminables horas.
Debemos agradecer pues a Berna su impagable contribución al progreso de la ciencia.
El
que se ríe de todo es un poco tonto. El que no se ríe de nada es un completo
estúpido. Erasmo de Rótterdam.
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