En
1816 el filólogo alemán Franz Bopp descubrió que una serie de lenguas
aparentemente muy diferentes, como el persa, el sánscrito, el germánico, el
latín o el griego, proceden de una lengua única y primigenia a la que dio el
nombre de indoeuropeo. Poco después el
danés Rask añadió a esta lista el eslavo y el celta, sumándose luego el
albanés, el armenio, el lituano, y otras antiguas lenguas de Asia Menor como el
hitita o el tocario. Desde entonces muchos filólogos e historiadores han
escudriñado las huellas del pasado, en la esperanza de hallar un nexo común e
identificar el origen del pueblo que comenzó a comunicarse con aquella lengua
ancestral.
La
búsqueda se ha visto viciada por diversas clases de prejuicios, mezclándose
demasiado a menudo los conceptos de lengua y raza, a veces para servir
intereses políticos que una vez desenmascarados, resultan abominables. De esta
forma, los prejuicios nacionalistas llevaron a situar en Alemania la cuna de
los indoeuropeos, identificados con tipos raciales germánicos, olvidando por
ejemplo que los gitanos perseguidos en nombre de la pureza racial, hablan
también una lengua indoeuropea, procedente de la península indostánica. Durante
mucho tiempo se pretendió reconstruir el primitivo idioma, llegando Augusto
Frick al extremo de lo grotesco, traduciendo al “indoeuropeo” el padrenuestro.
Siguiendo
al filólogo Francisco Rodríguez Adrados, podemos fijar las características de
las antiguas culturas que precedieron a las invasiones indoeuropeas. La
principal conclusión es que desde los comienzos del Neolítico, hacia el año 7000 a .C., existía en la
región de los Balcanes y el Danubio, de Grecia y el Egeo, de Ucrania hasta el
Dnieper, del litoral de Asia Menor al sur de Italia, una cultura agrícola (o
una serie de ellas) muy avanzada. Las dataciones con carbono-14 demuestran que
son tan antiguas como las de Mesopotamia, y no son derivadas de estas. Son en
conjunto lo que Marija Gimbutas ha llamado antigua cultura
europea, que existió en las regiones citadas durante el
Neolítico y el Calcolítico, en que a partir del 5500 a .C. comenzó a
utilizarse el cobre. Estos pueblos
preindoeuropeos practicaban una agricultura intensiva en los
valles, habían domesticado a los animales con excepción del caballo, habían
desarrollado la cerámica y los trabajos en hueso y en piedra.
Conocemos
que su panteón religioso estaba presidido por la gran diosa madre, promotora de
la fecundidad y representada hasta la saciedad con los rasgos sexuales
acentuados, acompañada a veces de elementos animales como las serpientes, las
aves, el oso la cerda o la abeja. Los elementos religiosos masculinos quedarían
en este primer periodo relegados a un papel secundario, si bien, con la
irrupción del caballo, el hierro y la rueda en los escenarios bélicos, y la
consiguiente expansión de los pueblos poseedores de tales herramientas, el
dios-macho pasó a dominar la esfera espiritual, representándose a través de
símbolos como el cabrón, el toro, el cuerno, el pilar y otros motivos fálicos.
El caballo, principal protagonista del nuevo orden en la expansión indoeuropea,
procede de las estepas de Rusia y Asia Central. Hay una serie de palabras
comunes para designarlo: equus en
latín, hippos en griego, asvas en sánscrito, como las hay comunes
para la rueda: rota en latín, ratas en lituano, rad en alemán, o para carro, hierro, oveja, toro, cerdo, perro, agua,
carne, leche, vino y un largo etcétera.
Entre
los prehistoriadotes dominó desde principios del pasado siglo, sobre todo en
Alemania, la idea de que los indoeuropeos procedían de las culturas neolíticas
de Sajonia y Dinamarca. En la década de los treinta, una reacción promovida por
los arqueólogos ingleses Peake y Childe, trasladó la patria de los indoeuropeos
a las estepas rusas. Marija Gimbutas suscribe esta hipótesis, y sitúa el origen
de los pueblos indoeuropeos en la cultura de los
kurganes, unos túmulos neolíticos entre el Don y los Urales.
Aunque la paleontología lingüística no termina de resolver el problema, sugiere
un territorio interior, no litoral, situado en el Norte o el Nordeste. Abona
esta opinión el hecho de que en el indoeuropeo primitivo no existen palabras
para designar el mar, ni para animales o plantas mediterráneos, asiáticos o del
Occidente europeo, tales como conejo, liebre o acebo…
No
obstante, ni la arqueología ni la paleontología lingüística son capaces de
proporcionar certezas absolutas. Las sucesivas oleadas migratorias
protagonizadas por los nómadas de Asia Central que han llegado hasta épocas
históricas, y las diferentes invasiones de territorios, no contribuyen
precisamente a aclarar el panorama. En cualquier caso, el grupo lingüístico
indoeuropeo ha experimentado en los últimos 7000 años una expansión geográfica
que llega a eclipsar el desarrollo de los otros grandes grupos: semítico y
chino. El griego y el latín han sido durante muchos siglos, los principales
vehículos de lo que llamamos la cultura occidental. En la etapa histórica más
reciente, lenguas indoeuropeas modernas como el inglés o el español, se han
convertido en las formas de expresión predominantes en grandes áreas del
planeta.
Yo
no hablo inglés, ni Dios lo “premita”. Lola Flores.
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