La
Contrarreforma, que alcanzó su máxima expresión en el Concilio de Trento
(1545-1563), y la subsiguiente campaña de moralidad pública y privada, dirigida
por la Compañía de Jesús, que preconizaba la necesidad de combatir la herejía
mediante la difusión de un nuevo modelo de cristianismo empeñado en la continua
búsqueda de la perfección a través de la virtud, instauró un nuevo orden moral
que literalmente terminó con una época. En los reinos de España la Contrarreforma
adquirió un protagonismo tan inusitado, que a menudo eclipsa y hace olvidar los
usos morales de la etapa anterior. Pero contra lo que muchas veces se supone a
la ligera, durante el Medievo y buena parte del Renacimiento, a pesar del Santo
Oficio, los tribunales eclesiásticos y los autos de fe, la vida privada y las
costumbres comunes distaban mucho de la rigidez que tendemos a atribuirles.
En
los reinos cristianos peninsulares las prácticas sexuales tenían oficialmente
el único fin de la procreación, y estaban limitadas al ámbito del matrimonio
canónico. No obstante, socialmente se aceptaban la prostitución, el
amancebamiento o la barraganía, con el argumento de evitar males mayores. En el
siglo XV los burdeles florecieron tanto en Castilla como en Aragón. Los hubo
muy famosos en Sevilla, Salamanca, Toledo, Zaragoza o Valencia. Era del dominio
público que hasta el propio rey Enrique, hermano mayor de Isabel de Castilla,
al que apodaban el Impotente,
frecuentó una mancebía célebre de Medina del Campo. En las ferias, los mercados
de ganado y los de abastos, los rufianes pregonaban su mercancía con la misma
naturalidad que los zapateros o las verduleras. Ciudades italianas como Nápoles
o la misma Roma, adquirieron o incrementaron su merecida reputación de
populosos lupanares, con la llegada y el regimiento de los españoles. En la
obra de Francisco Delicado, su protagonista, la traviesa Lozanica, confiesa
haber aprendido las mañas del oficio en su Andalucía natal.
Tampoco
eran infrecuentes ciertos excesos orgiásticos. En el siglo XV, durante la
fiesta en honor de San Nicolás de Bari, en la parroquia zaragozana de dicha
advocación situada en el barrio de los arraeces (actual Boterón), tenía lugar
una suerte de carnaval donde se invertían los papeles sociales. Por un día
mandaban los infantes de coro y los pilluelos de la calle, mientras los
clérigos, prebendados y beneficiados de la parroquia fingían ser barrenderos,
mendigos o idiotas. Con esa excusa se comportaban como animales, entrando en
las casas sin respetar a solteras ni a casadas. Los derechos de la mujer eran
prácticamente inexistentes. Si cualquier galán conseguía, -a menudo con
engaños-, encontrase a solas con una mujer, tenía el camino allanado para
cometer cualquier abuso, pues los tribunales, civiles o eclesiásticos,
consideraban automáticamente que ella no había puesto suficiente celo en
defender su virtud. Un postigo mal cerrado representaba una invitación expresa
a la violación.
El
término “cabalgada” que a veces se encuentra en algún texto jurídico, designaba
la unión carnal que implicaba una especie de violencia desenfrenada. La
expresión “poner la pierna encima” aludía en el XVI al derecho feudal de
pernada, aunque a menudo se refería a relaciones, consentidas o no, con la
mujer de otro o con solteras con las que no existía vínculo marital. También
son frecuentes en los escritos de la época expresiones como “comercio carnal”,
“acceso carnal”, “ayuntarse”, “echarse juntos”, “conocerse carnalmente”, o la
fórmula latina “per copula carnal consumatio”.
Sefarad
tampoco se libraba de estas prácticas. Entre los judíos españoles la relegación
de la mujer era aun mayor si cabe que entre los cristianos. El padre ejercía
una autoridad omnímoda sobre el destino de sus hijas, y el marido sobre el de
su esposa. Se respetaba fielmente la institución del yibbum recogida en el Deuteronomio,
por la que si un varón moría sin descendencia, el hermano soltero de más edad
debía contraer nupcias con su cuñada viuda. La transgresión a esta norma solía
castigarse severamente en el seno de la comunidad judía, sin que la justicia
ordinaria del reino interviniera en estos casos. Ciertos rabinos estudiosos del
Talmud actuaban como tutores de las
parejas de casados, descendiendo muchas veces al detalle de autorizar o
prohibir el coito en función de diferentes y complicadas interpretaciones de la
ley. En ocasiones estos, digamos, consejeros matrimoniales, alcanzaban un grado
de intimidad con las esposas escasamente apropiado para hombres religiosos.
En
definitiva, ya veis que en todas partes cuecen habas, y en todas las épocas,
como diría Cela, ha habido cachondeo. No se pueden poner puertas al campo.
Aunque el profe Bigotini es demasiado tímido para involucrarse personalmente en
estos asuntos, por su condición de científico está obligado a interesarse por
cualquier fenómeno. Por ejemplo, su curiosidad le lleva a estudiar con
detenimiento la estudiada insuficiencia de ropa que suelen adoptar las
muchachas hermosas cuando llega el buen tiempo. Y es que la ciencia tiene estas
servidumbres, amigos.
Me
voy al asiento trasero de mi coche con la mujer que amo, ¡y no volveré en diez
minutos! Homer Simpson.
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