Viva el derecho romano que
al esclavo manumite y a la esclava mete mano. Era este un viejo
chascarrillo de los estudiantes de derecho que aquí viene al pelo, porque el
derecho romano, que se había instaurado con éxito en todos los territorios que
formaban parte de su Imperio, aun con todas las carencias y defectos que desde
la óptica actual se le puedan imputar, constituía un cuerpo doctrinal
civilizado en su época. Luego, con la caída del Imperio en Occidente, llegaron
los bárbaros y se instalaron en las Galias, en Hispania y hasta en las mismas
puertas de Roma. Con ellos y con sus bárbaras costumbres, quedó inaugurada la
Edad Media, un periodo histórico si bien no tan negro como algunos
historiadores lo han pintado, sí al menos en sus primeros momentos, lo bastante
oscuro y sombrío como para marcar un retroceso manifiesto en el avance
civilizador que había supuesto el periodo anterior.
Claro
que en esto de la barbarie judicial, como en tantas cosas, existen diferentes
grados. Por ejemplo, la Lex gothica o
Liber Iudiciorum que promulgó en
Hispania el visigodo Rescesvinto en 654, y daría origen al Fuero Juzgo ya en el siglo XIII, no es comparable al edicto que
publicó el rey lombardo Rotario en la Italia de 643, pieza jurídica cuya
acentuada barbarie sobrecoge. Rotario, que era analfabeto, lo dictó a un
escribiente que lo plasmó en un latín macarrónico. Constaba de 388 capítulos, y
se basaba en las viejas costumbres longobardas reguladas por el principio de la
faida o venganza privada, por la que
aquella partida de salvajes provenientes de las duras estepas y de la taiga, se
asesinaban entre sí con la menor excusa. El de Rotario era un código de derecho
civil y penal. Fijaba las tarifas o guidildro
que el ofensor pagaba al ofendido como reparación del daño causado.
Los
lombardos eran en la Italia septentrional, una minoría demográfica y una casta
cerrada. Ferozmente racistas, despreciaban a los romanos y los itálicos a
quienes trataban como a un pueblo vencido. El código identificaba al individuo
con los animales y objetos de su pertenencia. Si alguien sacaba un ojo a un
caballo, era como si se lo hubiera sacado a su dueño. La fractura de una
costilla valía doce dineros, la ruptura de un diente, dieciséis. Con todo, la
pena de muerte no era muy frecuente. Sólo la sufrían las mujeres que mataban o
traicionaban a sus maridos, los esclavos que agredían a sus amos, los traidores
y los desertores. Casi todas las penas se sustanciaban en amputaciones de
miembros, algunas veces tan brutales, que teniendo en cuenta la precariedad de
los recursos sanitarios de aquel tiempo, equivalían en la práctica a una
condena de muerte. Los procedimientos judiciales eran esencialmente tres: el juramento, el Juicio de Dios u ordalía, y el duelo.
El
duelo se celebraba en un espacio
cerrado delimitado con cuerdas, algo así como un ring de boxeo. En él luchaban
los dos contendientes. Al vencido se consideraba culpable, y se le amputaba la
mano derecha. El Juicio de Dios
sustituía al juramento en las
controversias graves. La ordalía
tenía lugar en presencia de un juez y en el atrio de una iglesia. Quien defendía
su inocencia, debía introducir la mano en una gran olla de agua hirviendo. Se
bendecía el agua en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y a
continuación, el reo introducía su mano en ella. Sólo si resultaba ileso y sin
daño se le consideraba inocente, y ninguna crónica de la época da testimonio de
sentencias de absolución.
Aunque
los lombardos habían abrazado formalmente el catolicismo, es dudoso que alguno
de ellos fuera un auténtico creyente, como probablemente tampoco habían sido
muy devotos de su anterior credo arriano. Los longobardos eran muy
supersticiosos. Tenían un temor acérrimo a Satanás, y requerían bendiciones a
todas horas y con cualquier excusa. Parece que a ellos debemos la gran
proliferación de pilas de agua bendita permanentemente disponibles en todos los
rincones de la cristiandad. Así lo atestigua Gabriel Pepe en su obra Medioevo barbárico d’Italia, y así lo
transmite Indro Montanelli.
Rotario
murió en 652, pero su código le sobrevivió, como le sobrevivieron los usos y
costumbres bárbaras en el área de influencia lombarda, el norte de Italia y los
ducados de Spoleto y Benevento. El profe Bigotini no debe tener ni una gota de
sangre bárbara, pues nunca se introduce en su relajante baño templado sin
comprobar que el agua se encuentra a los reglamentarios y agradables 40 grados.
-Y
usted, ¿a qué se dedica?
-Soy
jurista.
-No
le creo.
-Oiga,
se lo juro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario