Pues
sí, Por
un puñado de dólares, como el título de la famosa película de Sergio
Leone, solo que en este artículo no vamos a tratar de cine, sino de biología. Según
un reciente cálculo de la Real Sociedad de Química del Reino Unido, para
construir un ser humano harían falta un mínimo de 59 elementos. Seis de ellos
–carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, calcio y fósforo-, constituyen más del
99% de lo que somos. Los demás intervienen en una proporción bajísima en
nuestra composición: una pizca de molibdeno, vanadio, manganeso, estaño, cobre,
hierro…, cantidades insignificantes que se miden en partes por millón o incluso
en partes por mil millones. Por ejemplo, sólo son necesarios 20 átomos de cobalto
y 30 de cromo por cada 999.999.999,5 átomos de todo lo demás. El principal
elemento de que estamos hechos es el oxígeno, que ocupa más del 60% de nuestro
volumen corporal total.
Todo
ese oxígeno apenas pesa. Si se encontrara sin combinar con ningún otro
elemento, flotaríamos en el aire como globos. Ocurre sin embargo, que nuestro
oxígeno se combina con el hidrógeno para formar agua, sustancia que supone casi
el 70% de nuestro peso. Es uno de esos milagros de la química que nos dejan
maravillados cuando nos iniciamos en ella: dos elementos que por sí solos son
gases volátiles menos pesados que el aire, combinándose forman agua, un líquido
de peso considerable.
Si
supiéramos cómo construir un ser humano, todo el oxígeno necesario para
fabricarlo nos saldría por unos 10 euros, 8,90 libras según Bill Bryson a quien
seguimos en este comentario recogiendo los datos que aporta en su libro El cuerpo humano. Una guía para ocupantes,
RBA Libros, Barcelona 2022. El hidrógeno costaría unos 18 euros, el nitrógeno
apenas 30 céntimos. El carbono resultaría algo más caro, unos 50 euros, y por
aproximadamente 53 podríamos adquirir el calcio, el fósforo y el potasio… En
definitiva, saldríamos de una droguería bien surtida habiendo gastado unos
pocos cientos de euros, nos llevaríamos los materiales necesarios por un puñado de dólares, tal como
decimos en el título.
En
el caso de ser unos aprendices de brujo más bien pobretones, pero muy mañosos
para fabricar seres humanos, podríamos obtener todos esos materiales
completamente gratis con sólo llenar un par de sacos de tierra de cualquier
jardín. Todos los elementos necesarios se encuentran en la naturaleza en
relativa abundancia, y pueden ser recogidos con una humilde pala de jardinero.
Claro
que hecho lo fácil, quedaría por hacer lo más difícil, lo verdaderamente
imposible, porque sólo la vida es capaz de engendrar nueva vida. Así es y así
ha sido desde el nacimiento de nuestro primer antepasado microscópico, la
primera célula viva capaz de reproducirse por sí misma, de la que descendemos
en sucesivas generaciones el resto de los seres vivos que habitamos el planeta.
Así es, así ha sido, y esperemos que así siga siendo por mucho tiempo.
El
milagro de la replicación es obra –ya lo sabéis-, del ADN, esa fantástica
cadena de nucleótidos enlazados que albergamos en todos y cada uno de los
núcleos de nuestras células, tan intrincadamente plegado que ocupa un espacio
infinitesimal, pero que si pudiera desplegarse mediría aproximadamente un
metro. Tenemos tantas células que si pudiera empalmarse todo el ADN de nuestro
cuerpo desplegado, se obtendría una hebra de más de 15.000 millones de
kilómetros de longitud y podría extenderse a una distancia que rebasaría la que
nos separa de Plutón.
Parece una cifra abrumadora. Es una cifra abrumadora, pero es completamente real. Como lo es que nuestros alveolos pulmonares extendidos cubrirían la superficie de una pista de tenis, o que la longitud de todos nuestros vasos sanguíneos puestos unos a continuación de otros, darían dos veces y media la vuelta al mundo. Todos estos datos son sin duda extraordinarios, pero lo que resulta todavía más extraordinario es que para formar a un ser vivo a partir de otro, o bien a partir de otros dos, si hablamos de reproducción sexual, no hay nadie al mando. En el ADN están los planos, está escrito el método para fabricar proteínas que son los ladrillos de que estamos construidos. En cuanto el proceso se inicia a partir de que una célula se divide en dos exactamente iguales o a partir de que se unen los ADN de óvulo y espermatozoide, cada componente de la célula responde a las señales químicas de otros componentes. En palabras de Bill Bryson, todos chocan y se empujan entre sí como los autos de choque, pero de algún modo, todo ese movimiento aparentemente aleatorio se traduce en una acción fluida y coordinada, no sólo dentro de la célula, sino en todo el cuerpo, en la medida en que las células se comunican con otras células situadas en diferentes partes de nuestro cosmos personal.
Pertenecemos
a una especie afortunada. Somos los únicos seres vivos de este planeta y quién
sabe si también del resto del universo, capaces de comprender todas estas
cosas, capaces de seguir investigando y aprendiendo. Pertenecemos a la misma
especie que Bach, Miguel Ángel, Cervantes o Marie Curie. Pero mucho cuidado con
envanecernos, pertenecemos igualmente a la misma especie que Hitler, Atila o
Jack el destripador. Nuestro complejo organismo no es mucho más complejo que el
de una lombriz de tierra, cuyos componentes por cierto, son exactamente los
mismos que los nuestros. Juan Eslava Galán en su Enciclopedia nazi contada para escépticos, Planeta, Barcelona 2021,
recoge el testimonio de Hans Horn, un soldado alemán reclutado a la fuerza, que
relató los horrores de la guerra de esta manera (absténganse de su lectura los
lectores sensibles):
Cuando pasamos la frontera
rusa encontramos el primer tren hospital, muchos vagones y lleno hasta los
topes. Aquí no hay ningún guerrero entusiasta ni soldados desfilando. Ha
desaparecido todo el barniz. Anémicos, caras magras que nos miran fijamente.
Puedes leer mucho y muchas cosas en sus ojos hundidos. Muchos son
irreconocibles, envueltos en vendajes de gasa o enyesados hasta el cuello.
Apesta a yodo y orines […]. Habían colocado a un herido a mi lado. Sentí el
fuerte gemido del hombre, pero enseguida me quedé profundamente dormido. Los
piojos seguían activos, pero sin perturbar el sueño. En un acto reflejo me
rasqué el pecho y bajé la mano hasta la entrepierna, donde encontré algo que
parecía una salchicha. Al despertar a la mañana siguiente vi que no se trataba
de mi miembro. Había unas serpientes viscosas como salchichas. De golpe
comprendí lo que era: las tripas del vecino. Con espanto miré los varios metros
de intestinos rosados que tenía encima, algunos incluso enredados entre las
piernas. Los intestinos, a los que se pegaban briznas de paja, estaban llenos
de piojos. Al vecino le habían cosido la barriga, pero en el transcurso de la
noche se había rascado la costura y todo se había salido. Los dos comenzamos a
gritar. Es decir, el pobre estaba tan desfallecido que apenas le salía un
gemido de la garganta. Inmediatamente lo llevaron a la mesa de operaciones. No
lo volví a ver.
He
aquí pues, lo que podemos ser, lo que somos. La cumbre del reino animal y al
mismo tiempo su mayor vergüenza.
No puede un hombre sentirse a gusto sin su propia aprobación. Mark Twain.