Los
clásicos hablaban del alma
(anima). Todavía siguen utilizando el
término muchas personas religiosas. El alma se definía como un ente
extracorpóreo. Más adelante, ya en la era científica, el concepto de alma ha
sido desplazado por el más racional de mente,
algo que ya no se considera independiente del cuerpo. Es curioso, sin embargo,
que mucha gente, incluidos en ocasiones algunos científicos, siguen pensando
que la mente y por ejemplo, el hígado, son cosas completamente distintas,
hechas de materias diferentes. Por supuesto, no es así. Nuestro organismo, como
el de cualquier criatura viviente, está compuesto por células, con su núcleo
que alberga el ADN, con sus estructuras proteicas, y con el resto de moléculas
orgánicas que conocemos. Así pues, esa mente que a veces no se considera algo físico,
sino mucho más noble, algo así como el alma de los clásicos, en realidad no es diferente
del resto de la materia orgánica. La prueba: un fuerte golpe en la cabeza es
capaz de borrar la memoria, alterar los sentimientos, cambiar el
comportamiento, etc.
La
personalidad humana, que otrora fue objeto de estudio de filósofos, y después
de psicólogos, interesa en la actualidad, y de forma creciente, a biólogos,
neurólogos y genetistas. En efecto, genetistas, porque determinados genes están
implicados en la predisposición que tiene cada individuo a desarrollar ciertos
rasgos de la personalidad o a sufrir ciertos trastornos de la misma. La predisposición se define como una mayor
probabilidad que la media a desarrollar determinado rasgo o trastorno. Una
probabilidad dictada por la herencia genética recibida de uno o ambos
progenitores. Frecuentemente esa probabilidad se manifiesta como respuesta a
cierto contexto ambiental. Es decir, individuos con una predisposición
determinada, pueden no llegar a desarrollar el rasgo o trastorno en ausencia de
un evento o de un estímulo ambiental específico. Un ejemplo claro: individuos
genéticamente predispuestos a padecer una forma de depresión severa conocida
como trastorno de estrés postraumático (TEPT),
tienen una probabilidad mayor que la media para desarrollar depresión, pero
sólo como respuesta a algún evento traumático de su biografía (accidentes,
catástrofes, episodios bélicos, pérdida de seres queridos, etc.). Si esa
situación no se produce, no diferirán del resto de personas no predispuestas.
Así
que la personalidad de un individuo es el resultado de la interacción entre los
genes y el ambiente. Interacción que comienza ya en el nacimiento, y se
prolonga el resto de la vida a través de estímulos, experiencias y vivencias de
toda índole. Ni los genes ni el ambiente de forma independiente, son capaces de
determinar el carácter. La influencia de los factores genéticos en la formación
de la personalidad no implica que las personas nazcan depresivas, bondadosas,
solidarias, agresivas o criminales. Únicamente define una probabilidad.
En
cuanto al comportamiento, digamos que aunque en buena medida esté asociado a la
personalidad, no debemos equivocarnos: nuestros actos dependen de algo llamado voluntad, libertad, libre albedrío.
Todos somos responsables de ellos con independencia de genética o de
predisposiciones.
La
clave de todo esto es el uso que debemos hacer a nivel social de los
conocimientos adquiridos por la ciencia. En otras palabras, cómo debe la
sociedad gestionar esos conocimientos. Un niño al que se haya identificado como
predispuesto genéticamente a padecer determinado trastorno mental, ¿debería ser
criado, tratado y educado de una forma especial? ¿Qué implicaciones tendría ese
tratamiento en una posible discriminación? Y si la sociedad no cuenta con
suficientes medios para todos, ¿habría que prestar mayor atención por ejemplo,
a niños superdotados, dejando al resto apartados de los programas de optimización
educativa?
Ya veis que la cuestión no es sencilla y que tiene muchas implicaciones morales. Se trata de un debate todavía pendiente que no atañe exclusivamente a la comunidad científica, sino al conjunto de la sociedad. Nuestro profe Bigotini padece desde pequeñito una predisposición extraordinaria para meter las narices donde no le llaman. Claro que en su caso no se trata de una cuestión mental, sino simplemente nasal.
Sé tú mismo, me dicen. ¡Como si no existiera el Código Penal!...
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