En
1966 la 20th Century Fox produjo un film basado en una extraordinaria novela de
Isaac Asimov, cuyo título original era Fantastic
voyage. En España se tradujo como Un viaje alucinante, y en otros
países de habla hispana se llamó Viaje
fantástico (Argentina) o El viaje
fantástico (Venezuela). La dirigió Richard Fleischer con su acostumbrado
buen oficio, y en el reparto figuraron Stephen Boyd, Donald Pleasence, Edmond
O’Brien, Arthur Kennedy y la entonces despampanante Raquel Welch, que aparecía
estratégicamente embutida en un traje de neopreno muy adecuado para resaltar su
sinuosa silueta. Obtuvo dos oscar y cinco nominaciones. Todo un clásico de la
ciencia-ficción del que en los ochenta se hizo un remake completamente prescindible titulado El chip prodigioso. El argumento se centraba en ambos casos en la
miniaturización de un submarino con sus tripulantes, que después se introducía
mediante inyección intravenosa, en un paciente, al objeto de que el sumergible
atacara el mal en alguna recóndita región anatómica.
No
puede negarse que la idea es fantástica. Si fuéramos capaces de visitar por
dentro una sola de las células que componen el conjunto de nuestro cuerpo, y de
las que tenemos alrededor de 10.000 billones, sin duda quedaríamos alucinados. Cada
célula es de por sí un prodigio de complejidad. Para construir la más
elemental, por ejemplo, la de una levadura, se necesitaría aproximadamente el
mismo número de piezas que tiene el transbordador Columbia. Y una vez encajadas
las piezas, habría que convencer a la maqueta de que tenía que autoreplicarse.
¡Casi nada!
Cuanto
más vamos sabiendo acerca del funcionamiento de nuestras células, más nos
convencemos de que en realidad sabemos bastante poco. Tenemos un mínimo de 200.000
tipos de proteínas trabajando aquí dentro, y apenas entendemos un miserable 2% de lo que hacen. Nuestras
células son extraordinariamente variables en cuanto a formas, funciones y hasta
tamaños. Por ejemplo, el modesto y esforzado espermatozoide es unas 85.000
veces menor que el imponente óvulo femenino. Considerad el temerario valor que
necesita el pobrecillo para enfrentarse, rendir las defensas y penetrar
semejante fortaleza.
La
vida de nuestras células es efímera en la mayoría de los casos. Con la notable
excepción de las células hepáticas, que pueden sobrevivir varios años, y la más
que notable de las neuronas cerebrales, que duran toda la vida, lo cierto es
que la mayor parte de las células rara vez alcanzan un mes de existencia. Ahora
bien, los componentes individuales de todas las células, incluidas las
hepáticas y las cerebrales, se están renovando constantemente. De hecho se
calcula que no hay ni un solo minúsculo pedazo de nosotros, ni siquiera una
mísera molécula, que formase parte de nuestro cuerpo hace tan solo nueve años.
Así que molecularmente hablando, somos todos unos niños (y esto es algo,
creedme, que a los que recordamos a Raquel Welch nos llena de satisfacción).
Si pudiéramos reducirnos como los protagonistas de la película, alcanzar un tamaño en que los átomos nos parecieran guisantes, tal como los vemos dibujados en los libros, y visitar el interior de una célula, nuestra primera preocupación sería ponernos a salvo. Estaríamos dentro de una esfera de casi un kilómetro de diámetro, sostenida por un intrincado entramado de vigas llamado citoesqueleto. A nuestro alrededor silbarían como balas, desplazándose a velocidades de vértigo, unos cuantos millones de objetos, unos pequeños como pelotas y otros grandes como casas. Hasta los mismos componentes de la célula corren peligro continuamente. Cada filamento de ADN es atacado y dañado una vez cada 8,4 segundos (10.000 veces al día). Para que la célula no muera, cada una de esas heridas es suturada y reparada a toda prisa por las moléculas que específicamente se encargan de esa función.
Las
proteínas
giran, palpitan y vuelan hasta mil millones de veces por segundo. Las enzimas
están por todas partes y realizan unas mil tareas por segundo en cada célula.
Algunas enzimas controlan y seleccionan a las proteínas dañadas o defectuosas,
las dirigen hacia una estructura llamada proteosoma, donde son despiezadas, y
sus componentes utilizados para construir nuevas proteínas. La actividad es tan
frenética que sobrepasa el alcance de cualquier imaginación. Bill
Bryson, de quien extraemos muchos de estos datos, afirma que una célula son sólo millones de objetos (lisosomas, endosomas, ribosomas, ligandos,
peroxisomas, proteínas de todas las formas y tamaños…) chocando con otros
millones de objetos y realizando tareas rutinarias: extrayendo energía de
nutrientes, montando estructuras, deshaciéndose de desperdicios, rechazando a
los intrusos, enviando y recibiendo mensajes, efectuando reparaciones,
etcétera. Si un cálculo por lo bajo arroja un mínimo de 100 millones de
moléculas de proteínas en cada célula, hagamos el ejercicio de representarnos
la inmensidad de actividades bioquímicas que se desarrollan en nuestro
interior.
Para
mantener en funcionamiento toda esa enorme actividad biológica, es necesario
mucho oxígeno. El corazón debe bombear
En
comparación con los sencillos seres unicelulares, los organismos pluricelulares
somos extraordinariamente costosos de mantener. Conviene, queridos amigos, que
seamos conscientes de un hecho indiscutible: la naturaleza ha apostado fuerte
por nosotros. Le salimos muy caros. Hagamos pues lo posible por restituir lo
que la naturaleza tan generosamente nos ha dado. Hagamos lo posible al menos
para no parasitar nuestro medio, para no resultar (como desgraciadamente
resultamos) la mayor plaga y el principal riesgo para el medio ambiente desde
los albores de la vida sobre el planeta.
La vejez no es tan mala… sobre todo si uno considera la otra alternativa. Maurice Chevalier.
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