Hace
poco dedicamos un par de artículos a las lenguas prerromanas de la península
Ibérica. Aunque todavía desconocemos el significado de la mayoría de las
inscripciones ibéricas, todo parece indicar que en amplias regiones pirenaicas
y del oriente peninsular se hablaba una lengua de raíz no indoeuropea, quién
sabe si autóctona, y quién sabe si quizá relacionada (al menos lo parece
fonéticamente) con el vascuence. También desde época muy temprana, desde el final
de la edad del bronce y comienzo de la del hierro, al menos desde mil
doscientos años antes de la llegada de los romanos, diferentes pueblos
procedentes de allende los Pirineos se habían asentado en extensas áreas del
norte, el occidente y el centro peninsular. Sus lenguas, ya asequibles al
escrutinio de epigrafistas e historiadores, pertenecían como sus hablantes, al
tronco lingüístico indoeuropeo, muy en relación con el celta alpino y
centroeuropeo primitivo.
En
sucesivas oleadas irían llegando a nuestro suelo, diferentes y variados
visitantes. Unos, como los fundadores de Gades, desde la lejana Fenicia ya en
el siglo IX a.C. Si aquellos navegantes-comerciantes orientales se encontraron
con el viejo y mítico reino de Tartesos, mencionado ya en la Biblia y otros
antiquísimos documentos, o si fueron los recién llegados quienes contribuyeron
de forma decisiva a su grandeza y su leyenda, es cosa que aún deberá ser
materia de estudio e investigación. Lo cierto es que desde Calpe (Gibraltar)
hasta Olba (Huelva) en el litoral, y remontando el Guadalquivir hasta Ispali
(Sevilla) e incluso más allá, hasta Turpila (Alcalá del Río), encontramos
fundaciones fenicias y templos dedicados a sus dioses: Melkart, Baal, Astarté,
Noctiluca… Si el célebre y rico Tesoro del Carambolo pertenece por entero a la
cultura tartésica autóctona o refleja influencias de otras culturas
mediterráneas, es algo de lo que también deberá hacerse más cumplida
averiguación.
En
el siglo VI a.C. viajeros griegos se establecieron en las costas de la actual
Cataluña, en Rhode y Emporion. Por la misma época, los cartagineses, herederos
culturales de los fenicios, colonizaron las Baleares y diferentes zonas del
levante, con Cartago Nova (Cartagena) como principal centro comercial y
político. A juzgar por los importantes hallazgos arqueológicos y epigráficos, todos
aportaron sus culturas y sus lenguas hasta el punto de desplazar a las ibéricas
de forma muy notable. Sus legados incluyen novedades espectaculares tales como
el torno de alfarero, nuevos cultivos más productivos y rentables, técnicas
metalúrgicas, la acuñación de monedas, y sobre todo la gran aportación del
alfabeto. Es más que probable que hasta la aparición de los nuevos
colonizadores, las lenguas autóctonas peninsulares fueran por completo ágrafas,
y se sustentaran exclusivamente en la transmisión oral. Las primitivas fuentes
de los historiadores y cronistas antiguos nos hablan de diferentes pueblos
peninsulares: galaicos, astures, cántabros y vascones en el norte; vacceos,
vettones, celtíberos, carpetanos y lusitanos en el centro y el oeste;
indigetes, layetanos, edetanos y bastetanos en el este; y en el sur los turdetanos,
probables herederos de la cultura tartésica y su mítico reino.
Este
era el panorama que encontraron los romanos al tomar contacto con el
territorio. Ocurrió a mediados del siglo III a.C., y se originó en la rivalidad
política y geoestratégica que la República de Roma mantuvo con Cartago durante
las Guerras Púnicas. Los romanos vencieron, y desde las primeras bases ganadas
a los cartagineses en las regiones costeras, iniciaron una expansión que les
llevó a dominar por completo Hispania, como ellos la rebautizaron, en un
periodo de apenas dos siglos, que considerando las dificultades orográficas y
la precaria tecnología de la época, resulta excepcionalmente breve. Encontraron
en el camino de la romanización peninsular algunas resistencias como la que opuso
el caudillo lusitano Viriato (139 a.C.), la heroica de los celtíberos en
Numancia (133 a.C.) o la de los cántabros y astures, a los que acabó derrotando
el mismo Augusto en persona en el 19 a.C., cuando se iniciaba ya la etapa
imperial.
En
Hispania encontraron los romanos riquezas mineras inimaginables, un suelo
fértil que produjo trigo como para alimentar al Imperio, una industria pesquera
que produjo toneladas de salazones en la costa atlántica de Andalucía, y sobre
todo material humano, mano de obra esclava al principio para trabajar las minas
y los campos, y ya desde los primeros tiempos, soldados: honderos baleáricos,
infantes celtíberos o hábiles jinetes como los de la turma salduietana que
resultaron temibles para los enemigos de Roma. Hispania aportó a Roma
emperadores como Trajano y Adriano, intelectuales como Marcial, Séneca,
Quintiliano o Lucano, agrónomos como Columela…
Roma
aportó a Hispania el legado impagable de su lengua, el latín, que en unas
cuantas décadas desplazó al resto de las primitivas lenguas con la única y
meritoria excepción del vascuence que ha pervivido hasta la actualidad entre
las capas populares de las Vascongadas y el norte de Navarra. La vida urbana
experimentó un progreso espectacular con ciudades tan notables como Cesaraugusta,
Pompaelo, Calagurris, Gracurris, Bílbilis, Turiaso, Osca, Iacca, Tarraco,
Barcino, Toletum, Complutum, Clunia, Astúrica Augusta, Lucus Augusta, Valentia,
Saguntum, Norba, Cartago Nova, Emérita Augusta, Hispalis, Corduba, Carteia,
Malaca, Gades, y un larguísimo etcétera donde florecieron teatros, foros,
circos, termas, acueductos, calzadas, templos… Donde se desarrollaron los
municipios, las agrupaciones gremiales, donde se instauró el derecho romano…
A
partir de Caracalla, los naturales de Hispania adquirieron la ciudadanía
romana. La romanización de Hispania resultó a la larga mucho más completa que
la de otras naciones. Ni las Galias, cuyas regiones orientales y
septentrionales nunca se allanaron a Roma, ni las provincias orientales allende
el Adriático, que conservaron siempre una mayor influencia griega, ni por
descontado, la Bretaña insular que recibió una romanización precaria y
superficial, se impregnaron de la cultura y la lengua de la Urbe como lo hizo
Hispania. Nuestras principales lenguas romances, castellano, catalán,
galaico-portugués, resultan en su estructura lingüística tan directas herederas
del latín como puedan serlo el italiano, el toscano o el napoletano. En
definitiva, cuando los visigodos y otros pueblos góticos penetraron en la
península a comienzos del siglo V, encontraron un país, unas costumbres, una
religión (ya entonces la cristiana) y unas gentes que en nada diferían de los
habitantes de Milán, Nápoles o la misma Roma, a donde habían llegado sólo unos
años antes.
Si
las personas fueran más interesantes que la televisión, tendríamos un tío
colgado en el mejor lugar del salón. Narciso Ibáñez Serrador.