Henry Hathaway era un californiano que
se crió prácticamente en un estudio de cine. En el negocio hizo de todo, desde
extra, hasta ayudante de grandes directores sin cobrar un centavo, y limpiando
los platós si hacía falta. Poco a poco se fue haciendo una reputación en la
industria hasta llegar a lo que era su sueño, dirigir películas.
Lo
hizo con el pragmatismo que para estas cosas tienen los americanos. Hathaway
fue un cineasta por completo desprovisto de aspiraciones artísticas ni otras
ínfulas semejantes. Gran conocedor del medio, supo desde el principio quien
mandaba en el negocio: el espectador, que era quien en definitiva se dejaba el
dinero en la taquilla. Supo también muy bien lo que quería el público. A
imitación de su admirado John Ford, abandonó muchas veces los estudios para
rodar escenas en exteriores. Eligió para ello los paisajes más impresionantes,
poniendo en ellos a las estrellas más rutilantes del momento. Las cataratas del
Niágara con una espléndida Marilyn Monroe asomada a la barandilla, formaban una
combinación que no podía fallar, y que naturalmente, no falló.
Henry Hathaway nunca se consideró un autor. Se sabía simplemente un artesano cuyo nombre apenas resaltaba en los carteles ni en los créditos. A medida que creció su reputación y se sucedieron sus triunfos, fue también ganando tamaño su nombre en las marquesinas, porque productores y exhibidores lo consideraron ya sinónimo de éxito. Bajo estas líneas os dejamos en enlace con un breve video que rinde tributo a su memoria:
https://www.youtube.com/watch?v=O4cr-M4ueco
Próxima entrega: Audrey Hepburn
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