domingo, 19 de junio de 2022

ESPARTACO. UNA REVOLUCIÓN IMPOSIBLE

 


Mientras, primero Metelo y después Pompeyo, sofocaban a duras penas en Hispania la rebelión de Sertorio, acaso el primer personaje histórico a quien aun siendo romano, podríamos llamar español, en la península Itálica, a las mismas puertas de Roma, se estaba fraguando el que fue el mayor intento revolucionario de la historia antigua.

Había en Capua una escuela de gladiadores regentada por un tal Léntulo Baciate. Quienes se preparaban en ella eran naturalmente, esclavos destinados a morir en el Circo para esparcimiento y regocijo de un público ávido de espectáculos sangrientos. Se produjo el intento de fuga de unos doscientos de aquellos desgraciados. Muchos fueron apresados, pero setenta y ocho consiguieron huir, saquearon lo que encontraron en su camino y eligieron entre ellos un jefe llamado Espartaco.

Era un tracio de ascendencia noble y al parecer, algo cultivado. Aquel recién improvisado líder lanzó un llamamiento a todos los esclavos de Italia que entonces serían varios millones. De qué forma su mensaje llegó a todos o a la mayoría de ellos, es detalle que asombra por la inexistencia en aquel tiempo de medios de comunicación que pudieran llamarse eficaces. Debió funcionar el boca a boca de manera tan rápida que no tenía precedente alguno. El caso es que en apenas unos días Espartaco fue capaz de organizar un ejército de setenta mil hombres sedientos de libertad. Los esclavos formaron compañías a semejanza de las legiones romanas, mandadas por centuriones y decuriones. Quienes habían servido en las minas proporcionaron los metales, y en improvisadas fraguas forjaron armas. Derrotaron sin demasiado esfuerzo a los dos o tres primeros ejércitos que el Senado mandó para reducirles, minusvalorando sin duda su fuerza y su capacidad bélica.


Si hemos de creer a Plutarco, esas primeras victorias no embriagaron a Espartaco. Era realista, y sabía muy bien que la suya era, a la larga, una lucha sin esperanza. Dirigió a sus hombres al norte, hacia los Alpes, con la idea de disolver su ejército una vez lejos de Roma, y mandar a cada uno a su lugar de origen. Pero desgraciadamente en aquel trance su capacidad de liderazgo no estuvo al nivel de su prudencia. Muchos de sus seguidores, enardecidos por sus triunfos, optaron por volver atrás, saqueando cuantos poblados y villas encontraron a su paso hasta enfrentarse directamente a Roma.

O bien Espartaco los siguió para tratar de impedir sus desmanes, o bien no tuvo el valor de abandonarles. Actuando como un hábil estratega, derrotó en su última batalla victoriosa a Casio, el general a quien el Senado confió sus mejores tropas. El ejército de esclavos se encontró a las puertas de Roma. En el interior de sus murallas cundía el pánico entre los ciudadanos, mientras se sucedían las ejecuciones de esclavos a quienes, con razón o sin ella, consideraron infiltrados y quintacolumnistas. El mando militar fue entregado a Craso que alistó bajo sus banderas a la flor de la aristocracia romana.



Espartaco supo una vez más que tenía frente a sí a Roma con todo su peso. Esta vez lo hizo comprender a los suyos, y se retiró hacia el sur. Quería trasladar su ejército a Sicilia y después a África. Craso le persiguió y aplastó su retaguardia. Pompeyo estaba ya regresando de Hispania con sus legiones. Consciente de que aquello era ya su fin, Espartaco ordenó atacar a la desesperada. Él mismo, haciendo valer sus habilidades de gladiador, se lanzó contra el enemigo. Cuenta Plutarco que despachó en la lucha cuerpo a cuerpo, a muchos legionarios y hasta a dos centuriones. Pero la superioridad de los romanos era abrumadora, y el cabecilla de la rebelión quedó tan destrozado que su cadáver resultó irreconocible. Los esclavos que no perecieron en la batalla huyeron en desbandada. Algunos se refugiaron en los bosques donde según Plutarco, se dedicaron durante años al bandidaje. Seis mil fueron crucificados a lo largo de la vía Apia para que sirvieran de público escarmiento ante futuras tentaciones de rebelión.

Corría el año 71 a.C. El que fue el mayor intento revolucionario de la historia de Roma había fracasado. El Senado negó a Craso y a Pompeyo el derecho a un triunfo público, por considerar escasamente meritorio haber terminado con una partida de esclavos piojosos. Los miembros de la aristocracia y de las clases acomodadas restauraron el orden. Un orden natural en el que cientos de millones de seres humanos por su nacimiento, por el color de su piel o por cualesquiera otras razones, debieron permanecer privados de libertad bajo el yugo de sus amos durante otros diecinueve siglos más, formalmente hasta la abolición de la esclavitud de las postrimerías del siglo XIX, y quizá incluso hasta ahora mismo en determinados países y remotas regiones del mundo. Aquí, en los nuestros, en los civilizados, muchas casas reales y grandes fortunas actuales se forjaron siglos atrás en el vergonzoso negocio de la trata de seres humanos. Pensad en ello.

Los auténticos canallas conocen el precio de las cosas, pero ignoran su valor. Oscar Wilde.


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