Lucio Cornelio Sila pertenecía a una familia
aristocrática empobrecida. En su juventud no demostró afición ni por el
ejército ni por la política, las dos pasiones de los grandes hombres de su
tiempo. Llevó una vida disoluta, se hizo mantener por una vieja prostituta
griega, y pasaba la vida en las tabernas entre poetas y artistas.
Para
sorpresa de todos, incluso de sí mismo, fue elegido cuestor durante el
consulado de Mario, y no tuvo más remedio que luchar en su ejército de África.
Aunque no era muy ducho en el combate, resultó ser un hábil estratega, y fue
precisamente él y no Mario, quien capturó a Yugurta, el caudillo enemigo. Su
hazaña fue plasmada por un artista amigo suyo en un hermoso relieve de oro. Así
que su primera enemistad con Mario no se debió a diferencias políticas, sino a
la envidia con que el salvador de la patria contempló aquel bajorrelieve.
En Roma Sila fue elegido edil, y se empeñó hasta las cejas para ofrecer a los romanos en el Circo el singular espectáculo de la primera pelea de leones. Después, en el año 88 a.C., se presentó al consulado y contra todo pronóstico ganó. En su triunfo tuvo mucho que ver su matrimonio con Cecilia Metela, la hija de Metelo el Dálmata, pontífice máximo y presidente del Senado. Sila se convirtió en el adalid de los aristócratas y de los ricos, que despreciaban a Mario a quien tildaban de títere de la plebe. El viejo Mario, que entonces ya tenía setenta años, volvió de su retiro y opuso resistencia con los suyos. La guerra civil estaba en marcha. Sila, que había combatido a Mitrídates en Grecia y Asia Menor, se ganó la devoción de sus soldados permitiéndoles saquear a su antojo Olimpia, Delfos y hasta la misma Atenas. En el año 83 embarcó a su ejército en Patrás y llegó a Brindisi. Se plantó a las puertas de Roma sin dejar de saquear cuantas ciudades y provincias de Italia halló en su camino.
Para
entonces el viejo Mario ya había muerto, pero al mando de las tropas populares
le sucedió su hijo, Mario el joven. Muchos aristócratas huyeron de la Urbe para
unirse a Sila, uno de ellos era Cneo Pompeyo, el adalid de la juventud dorada, como le apodaron, que también
estaba destinado a pasar a la Historia. El joven Mario fue derrotado de forma
estrepitosa primero en la misma Roma y después en la batalla de Puerta Colina,
una de las más sangrientas de la antigüedad, en la que murieron más de la mitad
de los partidarios de Mario, casi cien mil hombres. Sila hizo degollar a ocho
mil prisioneros, los generales fueron decapitados y sus cabezas paseadas en
picas por toda la ciudad. La de Mario el joven fue izada en el Foro y expuesta
hasta ser devorada por los cuervos. Sila hizo añadir a su nombre el título de felix, el hombre de la Providencia, al
que los senadores y aristócratas proclamaron dictador y erigieron la primera
estatua ecuestre que se conoció en Roma, donde hasta entonces jamás se había
tolerado representar a nadie más que a pie. Verdadero inventor del culto a la
personalidad, Sila acuñó moneda con su efigie e introdujo en el calendario las
fiestas de la victoria de Sila.
Su
dictadura fue una de las más sangrientas de la Historia. No se hicieron esperar
las represalias. Cuarenta senadores y dos mil seiscientos équites que se habían
puesto de parte de Mario fueron ajusticiados. Se entregaron recompensas a
quienes señalaran a enemigos. Si hemos de creer a Plutarco, maridos fueron degollados en brazos de sus
mujeres e hijos entre los de sus madres. Sila hizo apuñalar a Lucrecio
Ofella, uno de sus más fieles lugartenientes, al parecer por una sola frase
ofensiva. Un joven sobrino político de Mario se libró de milagro de la muerte.
Su nombre: Cayo Julio César, que rehusó renegar de su tío y sólo fue castigado
con un breve confinamiento. Al firmar la sentencia, Sila exclamó: cometo una tontería, porque en ese chico hay
muchos Marios.
Afortunadamente para los romanos aquella terrible dictadura sólo duró dos años. Sila, ya viudo, conoció a la joven Valeria, una hermosa muchacha de veinticinco años que se acercó a él en el Circo para quitarle un pelo de la toga. Sila la miró, primero asombrado por su osadía y luego admirado por su belleza. La respuesta de Valeria fue: no te preocupes, dictador, también yo quiero participar de tu suerte, aunque sea por un pelo. El dictador se casó con la joven y renunció a sus cargos para retirarse a Cumas a disfrutar de la vida.
El
día que abdicó del poder, marchaba a su casa acompañado de sus allegados,
cuando un ciudadano anónimo se dirigió a él injuriándole y gritándole mil
improperios. Sila se tragó su orgullo y comentó a sus acompañantes: ¡Qué imbécil! Después de esto no habrá ya
dictador en el mundo dispuesto a abandonar el poder. Probablemente ignoraba
hasta qué punto aquellas palabras iban a resultar proféticas.
Si tu relación fracasa, no le eches toda la culpa a tu ex. La culpa es de los dos, de él y de su madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario