Tras
la ignominiosa muerte de los Gracos, el pueblo romano quedó desprotegido y por
completo a merced de los aristócratas. Sobre la base del trabajo servil,
volvieron a florecer los latifundios. Si hemos de creer a Apiano, hacia el 112
a.C. había en toda Roma dos mil propietarios. El resto eran pobres, y su
condición empeoraba de día en día.
Otra
vez estaba servido el caldo de cultivo que iba a desembocar en rebelión, y otra
vez la chispa que prendió el fuego fue de índole militar. Ese mismo año de 112,
Micipsa, el rey negro que había sucedido en el trono de Numidia a Masinisa, fue
derrocado de manera bastante sucia por Yugurta, un advenedizo. Los romanos
habían sellado tratados de amistad con Masinisa y Micipsa que habían propiciado
el apoyo de los nubios a Roma durante la Segunda Guerra Púnica. Uno de los
hijos de Micipsa pidió ayuda a la Urbe, y Roma mandó una comisión investigadora
a África.
Estas
comisiones, entonces como ahora, no eran sino una forma de dilatar las cosas
fingiendo que se actuaba. En realidad a los senadores y demás próceres romanos
les importaban poca cosa aquellos negros. El usurpador Yugurta obró astutamente
sobornando a los senadores que debían juzgarle. El cónsul Quinto Metelo,
probablemente también corrompido, pretendió prolongar su mandato de manera
irregular. Como entonces se decía, y como se sigue diciendo en tiempos más
modernos, ante una crisis semejante hacía
falta un hombre. Pues bien, la Asamblea plebiscitaria votó unánimemente la
elección al consulado de ese hombre: Mario.
El nuevo cónsul era un hijo del pueblo. Su padre había sido bracero, y el mismo Mario tuvo por universidad un cuartel. Se ganó los galones y las cicatrices en muchas batallas, y el prestigio militar durante la guerra contra los celtíberos y el asedio de Numancia. Hizo además un matrimonio provechoso al casarse con Julia, tía carnal del que estaba llamado a convertirse años más tarde en el gran Julio César. De manera que Mario era su tío político. Lo fue en el plano familiar y en el propiamente político.
Mario
venció a Yugurta y en su triunfo lo condujo hasta Roma cargado de cadenas.
Desenmascaró a varios de los senadores corruptos. Los romanos ratificaron a
Mario en el consulado durante seis años más.
Por
aquellos años una nueva amenaza se cernía sobre Roma. Los cimbros y los
teutones se precipitaron desde Germania en la Galia, perpetrando toda clase de
fechorías. Aquellos salvajes acabaron sucesivamente con cinco ejércitos romanos
enviados en socorro de sus provincias. Otra vez hacía falta un hombre. Mario se puso él mismo al frente de un
improvisado ejército de reclutas extraídos de la plebe. El cónsul hizo
construir una fortificación cerca de la actual Aix-en-Provence, donde se dedicó
a endurecer a sus hombres y adiestrarles en el combate. Aquel era un puesto de
paso obligatorio para los teutones. Los bárbaros eran tan numerosos que
estuvieron seis días desfilando frente a las puertas de la guarnición romana,
mientras se burlaban. Lo pagaron muy caro. Mario les dejó pasar, y pocas horas
después se echó encima de su retaguardia exterminando a cien mil invasores.
Cuenta Plutarco que los marselleses (masilienses) levantaron muros con los
esqueletos de los bárbaros, y que abonadas por tantos cadáveres, las tierras de
cultivo dieron aquel año una cosecha jamás vista.
Mario
regresó a Italia con los suyos y cerca de Vercelli esperó a los cimbros. Los
salvajes bárbaros, que superaban a los romanos en una proporción de diez a uno,
avanzaron cantando descalzos por la nieve o deslizándose sobre sus escudos
mientras alborotaban. Lo mismo que en Aix, en Vercelli tuvo lugar otra
monstruosa carnicería. En Roma recibieron a Mario como un segundo Camilo. El Senado, en señal de gratitud, le regaló todo
el botín obtenido. Fue elegido cónsul por sexta vez. Se convirtió en un hombre
rico y poderoso, se volvió fatuo, se olvidó de la Asamblea y de la plebe que
habían sido sus principales apoyos, y se acostó a la opinión de los
aristócratas. Él en su soberbia, seguía pensando que era el hombre que hacía falta, pero ya no lo era. El que pudo haber
pasado a la historia como tercer Graco, se transformó de héroe en villano. Sólo
dos años después de su entrada triunfal en Roma, tuvo que exiliarse de la urbe
y partió hacia Oriente a disfrutar de sus recuerdos y de sus riquezas. Tras su
marcha se volvieron a repartir tierras como en el tiempo de los Gracos, y el
Senado se acrecentó con trescientos nuevos miembros nombrados por la Asamblea
plebiscitaria. Sit transit gloria mundi.
Terminó así la efímera gloria del cónsul Mario, un héroe caído.
He sido un hombre afortunado. Nada me resultó fácil. Sigmund Freud.
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