lunes, 18 de abril de 2022

MARIO: DE HÉROE A VILLANO

 


Tras la ignominiosa muerte de los Gracos, el pueblo romano quedó desprotegido y por completo a merced de los aristócratas. Sobre la base del trabajo servil, volvieron a florecer los latifundios. Si hemos de creer a Apiano, hacia el 112 a.C. había en toda Roma dos mil propietarios. El resto eran pobres, y su condición empeoraba de día en día.

Otra vez estaba servido el caldo de cultivo que iba a desembocar en rebelión, y otra vez la chispa que prendió el fuego fue de índole militar. Ese mismo año de 112, Micipsa, el rey negro que había sucedido en el trono de Numidia a Masinisa, fue derrocado de manera bastante sucia por Yugurta, un advenedizo. Los romanos habían sellado tratados de amistad con Masinisa y Micipsa que habían propiciado el apoyo de los nubios a Roma durante la Segunda Guerra Púnica. Uno de los hijos de Micipsa pidió ayuda a la Urbe, y Roma mandó una comisión investigadora a África.


Estas comisiones, entonces como ahora, no eran sino una forma de dilatar las cosas fingiendo que se actuaba. En realidad a los senadores y demás próceres romanos les importaban poca cosa aquellos negros. El usurpador Yugurta obró astutamente sobornando a los senadores que debían juzgarle. El cónsul Quinto Metelo, probablemente también corrompido, pretendió prolongar su mandato de manera irregular. Como entonces se decía, y como se sigue diciendo en tiempos más modernos, ante una crisis semejante hacía falta un hombre. Pues bien, la Asamblea plebiscitaria votó unánimemente la elección al consulado de ese hombre: Mario.

El nuevo cónsul era un hijo del pueblo. Su padre había sido bracero, y el mismo Mario tuvo por universidad un cuartel. Se ganó los galones y las cicatrices en muchas batallas, y el prestigio militar durante la guerra contra los celtíberos y el asedio de Numancia. Hizo además un matrimonio provechoso al casarse con Julia, tía carnal del que estaba llamado a convertirse años más tarde en el gran Julio César. De manera que Mario era su tío político. Lo fue en el plano familiar y en el propiamente político.

Mario venció a Yugurta y en su triunfo lo condujo hasta Roma cargado de cadenas. Desenmascaró a varios de los senadores corruptos. Los romanos ratificaron a Mario en el consulado durante seis años más.



Por aquellos años una nueva amenaza se cernía sobre Roma. Los cimbros y los teutones se precipitaron desde Germania en la Galia, perpetrando toda clase de fechorías. Aquellos salvajes acabaron sucesivamente con cinco ejércitos romanos enviados en socorro de sus provincias. Otra vez hacía falta un hombre. Mario se puso él mismo al frente de un improvisado ejército de reclutas extraídos de la plebe. El cónsul hizo construir una fortificación cerca de la actual Aix-en-Provence, donde se dedicó a endurecer a sus hombres y adiestrarles en el combate. Aquel era un puesto de paso obligatorio para los teutones. Los bárbaros eran tan numerosos que estuvieron seis días desfilando frente a las puertas de la guarnición romana, mientras se burlaban. Lo pagaron muy caro. Mario les dejó pasar, y pocas horas después se echó encima de su retaguardia exterminando a cien mil invasores. Cuenta Plutarco que los marselleses (masilienses) levantaron muros con los esqueletos de los bárbaros, y que abonadas por tantos cadáveres, las tierras de cultivo dieron aquel año una cosecha jamás vista.


Mario regresó a Italia con los suyos y cerca de Vercelli esperó a los cimbros. Los salvajes bárbaros, que superaban a los romanos en una proporción de diez a uno, avanzaron cantando descalzos por la nieve o deslizándose sobre sus escudos mientras alborotaban. Lo mismo que en Aix, en Vercelli tuvo lugar otra monstruosa carnicería. En Roma recibieron a Mario como un segundo Camilo. El Senado, en señal de gratitud, le regaló todo el botín obtenido. Fue elegido cónsul por sexta vez. Se convirtió en un hombre rico y poderoso, se volvió fatuo, se olvidó de la Asamblea y de la plebe que habían sido sus principales apoyos, y se acostó a la opinión de los aristócratas. Él en su soberbia, seguía pensando que era el hombre que hacía falta, pero ya no lo era. El que pudo haber pasado a la historia como tercer Graco, se transformó de héroe en villano. Sólo dos años después de su entrada triunfal en Roma, tuvo que exiliarse de la urbe y partió hacia Oriente a disfrutar de sus recuerdos y de sus riquezas. Tras su marcha se volvieron a repartir tierras como en el tiempo de los Gracos, y el Senado se acrecentó con trescientos nuevos miembros nombrados por la Asamblea plebiscitaria. Sit transit gloria mundi. Terminó así la efímera gloria del cónsul Mario, un héroe caído.

He sido un hombre afortunado. Nada me resultó fácil. Sigmund Freud.


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