Como
vimos en un reciente artículo, la romanización de Grecia causó como efecto colateral,
la consiguiente helenización de Roma. Los esclavos griegos que llegaron por
miles a la urbe llevaron consigo la cultura y el refinamiento que faltaba a
aquellos primitivos romanos. También por miles llegaron de Grecia esclavas, no
sólo hetairas atenienses, sino mujeres jóvenes y maduras que se emplearon en el
servicio doméstico en las mejores casas de Roma. Aquellas herederas de Safo y
de Lisístrata tanto en cultura como en astucia, fueron inmediatamente
preferidas a las sirvientas libias, galas o dálmatas. Naturalmente ejercieron
una gran influencia en sus amas, de tal manera que en fecha tan remota como 195
a.C., poco antes de la Segunda Guerra Púnica, se vivió en la urbe la primera
revuelta que pudiera calificarse de feminista.
Las mujeres romanas se manifestaron en masa, llegando hasta el Foro, para exigir la derogación de la Ley Oppia, que había sido promulgada durante el periodo de sacrificios y austeridad que se vivió cuando las hordas de Aníbal amenazaban Roma. Dicha ley prohibía entre otras cosas por ejemplo, los adornos y joyas de oro, los vestidos lujosos o teñidos de colores, o el uso de vehículos (carruajes o palanquines) a las mujeres. Así que las romanas tomaron la iniciativa política por vez primera en la historia. Se unieron, se sintieron protagonistas y afirmaron con fuerza sus derechos.
Una
palabra sonaba por encima de todas entre sus gritos: ¡igualdad! Con ella en las
gargantas avanzaron hacia el Foro ante la atónita mirada de los viejos
senadores y del resto de los hombres. Desde su fundación (ad urbe condita) la de Roma había sido una historia exclusivamente
de hombres salvo alguna rara excepción como Tarpeya, Lucrecia o Virginia, que
acaso no fueron mujeres reales, sino simplemente símbolos evocadores de la
virtud o la traición, personajes de ficción quizá inventados por hombres para
simbolizar rasgos positivos o negativos de la mujer. La vida pública había sido
hasta entonces por completo masculina, con las mujeres relegadas al ámbito
doméstico y familiar, y circunscritas a sus papeles de madre, esposa, hija o
hermana.
Marco Porcio Catón era en aquel tiempo el censor, un cargo consagrado a vigilar las costumbres y corregir sus desviaciones. Catón era un tipo singular. Feo y desdentado, pero dotado de una oratoria brillante y convincente, Catón había ostentado la práctica totalidad de los cargos públicos en la República. Era honrado y austero. Jamás aceptó sobornos ni se enriqueció de ninguna manera en la política. Vivía en el campo de las hortalizas que él mismo cultivaba, y sus costumbres frugales le permitieron vivir hasta los ochenta y cinco años, una edad increíble para entonces. Tal era el encarnizado enemigo que tenían enfrente las mujeres de Roma.
El
discurso que Catón pronunció en contra de las legítimas aspiraciones femeninas,
fue recogido por Livio. He aquí sus palabras que tomo de Indro Montanelli:
“Si cada uno de nosotros, señores, hubiese mantenido la autoridad y los derechos del marido en el interior de la propia casa, no hubiéramos llegado a este punto. Ahora henos aquí: la prepotencia femenina, tras haber anulado nuestra libertad de acción en familia, nos la está destruyendo también en el Foro. Recordad lo que nos costaba sujetar a las mujeres y frenar sus licencias, cuando las leyes nos permitían hacerlo, e imaginad qué sucederá de ahora en adelante si esas leyes son revocadas y las mujeres quedan puestas, hasta legalmente, en pie de igualdad con nosotros. Vosotros conocéis a las mujeres: hacedlas vuestras iguales e inmediatamente os las encontraréis convertidas en dueñas. Al final veremos esto: los hombres de todo el Mundo que en todo el Mundo gobiernan a las mujeres, serán gobernados por los únicos hombres que se dejan gobernar por sus mujeres: los romanos”.
Tras
el discurso los hombres vitorearon al viejo Catón y le llevaron en hombros por
las calles de Roma. Pues bien, aquel fue un triunfo sólo aparente. Tras los
vítores cada hombre regresó a su casa, y allí en los hogares romanos, debió
librarse la verdadera batalla. La Ley Oppia fue revocada, aquellas primitivas
feministas triunfaron en su lucha, y Catón trató de recobrase inútilmente
decuplicando los impuestos sobre joyas, vestidos y artículos de lujo. Antes del
final de la República, las romanas consiguieron otros derechos, como el de
administrar sus propias dotes, lo que las hizo independientes económicamente, y
poco después el del divorcio. Añade Montanelli maliciosamente que cuando no lo
conseguían, siempre podían recurrir al veneno para enviudar.
En
fin, ya sabéis porque lo hemos escrito muchas veces, que el profe Bigotini y
todos sus acólitos somos decididos simpatizantes de la causa feminista. A decir
verdad y entre nosotros, el viejo profe se quedó un poco anclado en el
sufragismo, movimiento más acorde con su edad provecta. A veces me recuerda al
viejo Catón.
-Mami, mami, un OVNI se ha llevado a papá.
-No
te preocupes, mañana estará de vuelta. Ya sabes que buscan vida inteligente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario