En
una reciente entrada hablamos de las cinco grandes extinciones que atendiendo
al estudio de los estratos geológicos y del registro fósil, han afectado a
nuestro planeta. La última de ellas fue la que hace unos 66 millones de años
acabó con los dinosaurios y otros seres vivos, propiciando el florecimiento de
la clase mamífera de la que formamos parte. Pues bien, cada vez son más
patentes los indicios, mejor podríamos decir las pruebas, de que en el periodo
actual que la nomenclatura científica tradicional llamó holoceno, pero que ya muchos científicos prefieren denominar antropoceno, por el protagonismo que ha
cobrado la especie humana, se está produciendo una nueva y devastadora gran
extinción, cuyos responsables únicos somos precisamente nosotros, los seres
humanos.
Según estimaciones fiables, el ritmo actual de extinción de especies podría ser cien veces superior a la media. Según Lisa Randall, a quien seguimos en este comentario, el ritmo de extinción de mamíferos en los últimos 500 años ha sido unas dieciséis veces más alto del normal, y en el último siglo el ritmo se ha elevado en un factor 32. En los últimos 100 años los anfibios han desaparecido a un ritmo casi cien veces mayor que en el pasado, y se calcula que la mitad de sus especies aun presentes están gravemente amenazadas. En el mismo periodo las extinciones de aves han superado el ritmo promedio en un factor 20 aproximadamente.
Los
números son compatibles con un episodio de extinción masiva, y también lo son
los cambios en el medio ambiente que se están produciendo.
En
la colosal extinción pérmico-triásica
de hace unos 250 millones de años, aumentaron de forma espectacular los niveles
de dióxido de carbono y también la temperatura del planeta. Los océanos se
hicieron más ácidos y en muchos ambientes marinos aparecieron zonas muertas
carentes de oxígeno. Resulta enormemente preocupante que todos y cada uno de
esos detalles coincidan de forma exacta con lo que estamos viviendo hoy en día.
Podemos mirar a nuestro alrededor con cara de inocentes como el que acaba de lanzar la piedra y ha escondido la mano en el bolsillo, pero no servirá de nada. Podemos estar seguros de que la influencia humana es la responsable de la reciente y dramática pérdida de diversidad. El impacto del ser humano en el planeta ha sido similar, si no superior, al causado por el del enorme meteoroide que se estrelló en la península de Yucatán hace 66 millones de años. Cuando los europeos llegaron a Norteamérica, se extinguió el 80% de los animales de gran tamaño. Durante los siglos anteriores, los pobladores originales que habían ingresado al continente cruzando el estrecho de Bering desde Asia, ya habían dado buena cuenta de más del 30% de los gigantes americanos. Si a esas matanzas directas que se produjeron primero por necesidad alimenticia y más tarde incluso por deporte, añadimos otros factores también de innegable origen humano como la polución, la desertización, la deforestación, la sobrepesca, etc., no debe sorprendernos la inminente crisis de las poblaciones tanto animales como vegetales.
Aun
cuando surjan nuevas especies o mejoren finalmente las condiciones, es poco
probable que un mundo tan espectacularmente alterado sea bueno para nosotros
como especie. La alarmante pérdida de biodiversidad conlleva pérdida de
alimentos, potenciales medicinas, aire y agua limpios, entre otros muchos recursos.
Microorganismos, bacterias y virus, potencialmente peligrosos que hasta hace
poco han sobrevivido parasitando diferentes especies animales, al irse
extinguiendo sus hospedadores habituales buscarán nuevos organismos a los que
infectar. Ese puede ser uno de los orígenes de pandemias devastadoras. La vida
ha evolucionado a través de delicados mecanismos de equilibrio. No sabemos
cuántos de ellos pueden ser alterados sin cambiar drásticamente el ecosistema y
la vida en el planeta. Siendo como somos una especie supuestamente inteligente,
deberíamos ser capaces de prever y evitar lo que se avecina. Sin embargo, por
desgracia basta un vistazo a los noticieros, a las redes sociales, o
simplemente al comportamiento de muchos (me temo que demasiados) de nuestros
congéneres, para echarse a temblar.
-Mamá, mira que planta carnívora más bonita he comprado.
-¿Y
el perro?
-¡Hostia,
el perro!
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