Indro
Montanelli cuenta en su Historia de Roma
que los escolares romanos partían de una posición ventajosa: ya sabían latín,
por eso les quedó tiempo libre para conquistar el mundo. Según Plutarco, las
primeras escuelas romanas aparecieron hacia 250 a. de C., unos 500 años después
de la fundación de la ciudad. A aquellos primeros escolares debieron enseñarles
la leyenda fundacional de su nación. Los romanos se decían descendientes de
Eneas, el mítico héroe troyano que consiguió escapar de los griegos y tras
muchas peripecias llegó al Lacio, donde se desposó con Lavinia, la hija del rey
Latino. Su hijo Ascanio fundó Alba Longa, y muchos años más tarde, accedieron
al trono sus descendientes Numitor y Amulio, dos hermanos tan mal avenidos que
Amulio (el malo) para reinar en solitario, asesinó a todos los hijos de Numitor
(el bueno). Sólo dejó con vida a su sobrina Rea Silvia, a la que obligó a
ingresar como vestal, sacerdotisa de Vesta, condenada al celibato.
Pero,
como quiera que los planes de los malos nunca se cumplen en las leyendas
fundacionales, cierto día en que la hermosa Rea Silvia dormitaba en la ribera
del Tíber, acertó a pasar por allí el dios Marte, que se encaprichó de ella y
la dejó preñada. Fruto de aquella fugaz pasión fueron dos gemelos, Rómulo y
Remo, que cuando tuvieron edad suficiente, se llegaron a Alba Longa y se
cargaron a Amulio (el malo), reponiendo en el trono a su abuelito Numitor (el
bueno). Una vez concluida con éxito la buena obra del día, les dio por fundar
otra ciudad, y fundaron Roma exactamente el 21 de abril del año 753 a. de C.
Los compañeros de los gemelos eran hombres solteros, así que raptaron a las
hijas de sus vecinos sabinos (las sabinas), se casaron con ellas, tuvieron un
montón de hijos y derrotaron sucesivamente a las naciones vecinas, porque eran
más listos, más guapos y descendían de héroes y dioses.
Esa
es la leyenda. La realidad histórica, algo más prosaica, nos dice que la
península itálica estaba ya habitada treinta mil años antes. Hace unos ocho mil
pueden hallarse vestigios de incipientes culturas neolíticas, divididas en dos
pueblos: los ligures al norte y los sículos al sur. Hacia el 2000 a. de C.
aparecen otras gentes atravesando los Alpes desde Europa central, y se asientan
alrededor de los grandes lagos alpinos, introduciendo en la península
innovaciones tan importantes como la ganadería, el cultivo del trigo, el tejido
de telas, la construcción de defensas y la versión local de la cultura del vaso
campaniforme que, como vimos en alguna anterior entrega bigotiniana, tuvo su
origen en la península ibérica. Poco a poco fueron descendiendo hacia el sur, e
introduciendo novedades procedentes de Germania y otras regiones europeas, como
la metalurgia del hierro. El más importante núcleo urbano de aquella cultura
itálica fue Villanova, situada en la proximidad de la actual Bolonia, centro
civilizador del que los modernos prehistoriadores hacen descender pueblos y
lenguas como los umbros los sabinos y los latinos.
Hacia
el año 1000 a. de C. esta cultura villanovense, habiendo ya absorbido, bien por
mezcla o bien por exterminio, a los primitivos pobladores ligures y sículos,
funda entre la desembocadura del Tíber y la bahía de Nápoles, muchas
poblaciones habitadas por gentes de cultura bastante homogénea, que no
obstante, se hacen la guerra entre sí sin concederse la menor tregua. La
principal de aquellas ciudades fue Alba Longa, al pie del monte Albano, probablemente
la actual Castelgandolfo, y albalonganos fueron los jóvenes que emigrando hacia
el norte fundaron Roma. Lo del rapto de las sabinas es, naturalmente, otra
leyenda. El fondo de verdad que como cualquier leyenda, alberga, es que
efectivamente, la primitiva Roma cuyos descendientes estaban destinados a
conquistar el mundo, se compuso de una mezcla a partes iguales de latinos y
sabinos.
El
profe Bigotini también se lamenta de verse obligado a aprender el latín en la
escuela, como nos ha ocurrido a todos. Afortunados aquellos antiguos latinos,
aquellos felices albalonganos que lo tuvieron como lengua materna.
Yo
no hablo inglés, ni Dios lo “premita”. Lola Flores.
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