Aunque
en el plano teórico el concepto de átomo
como mínima partícula indivisible que forma la materia, ya se había
formulado en la Grecia clásica (a-tomos
= que no puede partirse), la verdadera paternidad del átomo
en su concepción moderna debe atribuirse al escocés John
Dalton, cuya
aportación consistió en considerar los tamaños relativos, las
características de los átomos
y sus formas de unión. Dalton, a quien también se debe el nombre de
la ceguera cromática que padeció, y conocemos como daltonismo
(véase el post que dedicamos a esta afección), asignó al
hidrógeno, el elemento más ligero, el peso atómico de uno. A
partir del hidrógeno, fue asignando pesos atómicos al resto de los
elementos entonces conocidos. Su voluminosa obra Un
nuevo sistema de filosofía química,
publicada en 1808, contenía numerosos errores, por ejemplo, asignaba
al oxígeno un peso atómico de 7, cuando en realidad es de 16, pero
su principio era sólido, y sentó las bases de la química
moderna y de una gran parte del resto de la ciencia actual.
El
testigo de Dalton lo tomó ya en los albores del siglo XX otro
escocés que accidentalmente había nacido en Nueva Zelanda. Ernest
Rutherford, un
personaje brillante y excéntrico que se consideraba ante todo un
físico, y despreciaba todo lo que se apartara de la física.
Rutherford decía que toda
la ciencia es física o es filatelia.
Cuando supo que la mujer de su colega, el físico austriaco Wolfgang
Paul, había abandonado a este por un químico, comentó asombrado:
si hubiese elegido a un
torero, lo habría entendido, pero un químico…
Paradójicamente, Rutherford fue galardonado en 1908 con el premio
Nobel de química.
Aceptó el premio, pero no llegó a comprenderlo en toda su vida.
Lo
que más sorprendió a Rutherford cuando tuvo conciencia de la
verdadera naturaleza del átomo,
fue la extraordinariamente inmensa cantidad de espacio
vacío que contiene.
Esto es algo que ciertamente nos sorprende a todos. Si consideramos
los tamaños relativos, el denso núcleo
del átomo sería
como la cabeza de un alfiler puesta en medio de un espacioso estadio
de fútbol. Ahora bien, esa cabeza de alfiler, ese núcleo
compuesto por protones
y neutrones, tiene
una masa millones de veces más pesada que el mismo estadio, es
decir, el átomo.
Se mire como se mire, la materia es mayoritariamente espacio
vacío, y son las
fuerzas de interacción
eléctrica las únicas
responsables de la impenetrabilidad
de los cuerpos que nos
muestra la experiencia cotidiana.
También
sorprende la extraordinaria pequeñez de los átomos, y por supuesto,
su número, tan inconcebiblemente grande, que a todos los efectos
prácticos, podría considerarse infinito. Como sabéis, los átomos
nunca se encuentran aislados, sino que se agrupan entre sí, formando
moléculas.
Un centímetro cúbico de aire, que ocupa el volumen aproximado del
clásico terrón de azúcar, contiene 45.000 millones de millones de
moléculas. Si pensáis en cuántos terrones de azúcar harían falta
para llenar el universo, llegaréis a la conclusión de que el número
de átomos debe ser verdaderamente colosal.
La
escala del átomo
es la diezmillonésima de
milímetro. Si un
milímetro es el espacio que ocupa aproximadamente este guión que
pongo entre paréntesis: (-), imaginadlo dividido en diez mil
millones, y tendréis una idea de la pequeñez del átomo.
Además
de numerosos, los átomos son muy duraderos. Martin Rees aventura que
la vida media de un átomo
podría llegar a 1035
años, un uno seguido de tantos ceros, que haría falta una libreta
muy voluminosa para poder escribirlos. Como los átomos tienen una
vida tan larga, han corrido mucho mundo. Cada uno de mis átomos, o
de los vuestros, probablemente ha formado parte de varias estrellas,
y por supuesto, de millones de organismos vivos aquí en la Tierra.
Los átomos se reciclan solos, sin ayuda de contenedores de colores.
Al morir, nuestros átomos pasarán a formar parte de otros
organismos, del mismo modo que los átomos que ahora mismo poseéis
quienes estáis leyendo esto, han formado parte de otros organismos.
Un
cálculo bastante verosímil arroja que cada uno de nosotros tenemos
unos mil millones de átomos que un día pertenecieron a Cervantes, y
otros mil millones procedentes de Mozart o de Julio César. Visto así
suena muy bien, pero es que también tendremos mil millones de átomos
que pertenecieron a millones de personas anónimas, y atención, a
animales, plantas y toda clase tanto de seres vivos como de objetos
inanimados. Tienes millones de átomos que un día estuvieron en la
más profunda fosa del océano Pacífico, que orbitaron alrededor de
Saturno o que ardieron y estallaron en el interior de soles lejanos.
Eres una minúscula porción viva, andante y pensante del inmenso
universo
que te alberga y del que formas
parte. Piensa en
ello, y no podrás negar que la realidad y la naturaleza son
infinitamente más fantásticas que la más fantástica fábula.
…era
ese tipo de persona que se pasa la vida haciendo cosas que detesta
para conseguir dinero que no necesita y comprar cosas que no quiere,
para impresionar a gente que odia. Emile Henry Gauvreay.
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