sábado, 3 de febrero de 2018

EMILIO CARRERE, EL REY DE LA CALDERILLA


Si decimos que Emilio Carrere ha sido el autor español más leído del siglo XX, quizá no estemos incurriendo en exageración. Durante las tres primeras décadas del pasado siglo, su obra literaria vio la luz en ediciones baratas, novelas económicas que circularon de mano en mano entre menestrales, porteras, obreros y estudiantes libertinos. La crema de la intelectualidad, esa que en el Madrid de preguerra asistía a agasajos postineros en Chicote, se hubiera dejado matar antes que admitir que conocían y admiraban secretamente a Carrere, pero lo cierto es que le conocían y le admiraban, como reconocieron algunos muchos años después. Ahora, entre los culturetas posmodernos de nuestra España neomilenaria, Carrere vuelve a estar de moda. Se ha reeditado parte de su obra, y se ha hecho alguna edición de relatos breves con el título de El reino de la calderilla, que parafraseamos en el título de este artículo.

Emilio Carrere Moreno era un tipo de físico grotesco, pasado oscuro e infancia difícil. Nació en 1881 de una madre soltera que falleció poco después. Se crió con su abuela en la modestia más absoluta de ese Madrid castizo y barriobajero que glosaron los sainetes y las zarzuelitas del género chico, y que glosó también el propio Carrere con asombrosos desparpajo y desgarro. Parece que al caer enferma su abuela, se ablandó algo el duro corazón de su padre, un tal Don Senén Canido (vaya nombre más antiguo), reputado abogado madrileño “con aspiraciones políticas”, que no llegó a materializar nunca. En todo caso, el viejo estaba forrado. Legó a su hijo natural una buena suma de dinero, su biblioteca y lo que es más importante, mediante sus influencias lo colocó como funcionario en el Tribunal de Cuentas. Ya se sabe que en España eso de estar colocado, no sólo es haberse excedido en la bebida, sino que en el terreno laboral, constituye una bicoca para toda la vida.


Así que el joven Emilio, que se había criado en la miseria, había asistido al Centro Instructivo Obrero, y se había doctorado en los billares y en las timbas recogiendo colillas, se encontró de repente con el futuro asegurado y hasta con el riñón cubierto, lo que le permitió comer caliente, dormir mullido y pagarse un señor veguero de dos reales para echar humo los domingos por la tarde. Sin preocupaciones monetarias y con mucho tiempo libre (recordad que era funcionario), dio en la costumbre o en el vicio de escribir. Primero poesía. Los poetas malditos, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire... Se apasionó por el modernismo y por Rubén Darío, a quien conoció, frecuentó y tuvo siempre por maestro. Entre su producción poética de aquellos primeros años destaca La musa del arroyo, obrita nada desdeñable que alcanzó gran popularidad en su momento y cuyos versos corrieron de boca en boca como un reguero de pólvora. Otros poemas aparecieron en El caballero de la muerte, Dietario sentimental, Nocturnos de otoño, Ruta emocional de Madrid o Los ojos de los fantasmas. De su obra en prosa destacaremos La cofradía de la pirueta, Rosas de meretricio, La copa de Verlaine, La calavera de Atahualpa, Aventuras extraordinarias de García de Tudela y sobre todas las demás, La torre de los siete jorobados, publicada en 1920, que es acaso el más vivo exponente de la literatura fantástica con toques de novela negra de las letras españolas. La historia fue llevada al cine por Edgar Neville en 1944, con mucho menos éxito del que merecía. La película es, vista desde la perspectiva actual, puro expresionismo posguerrista, la quintaesencia de la comedia negra. Una fuente en la que han bebido cineastas como Berlanga, Sumers o Almodóvar.


Pero el Carrere más auténtico y original hay que buscarlo en esas novelas que retratan la bohemia madrileña de la que él mismo fue parte integrante. Personajes estrafalarios como Don Uriarte (trasunto literario de Ramón del Valle-Inclán) o como el loco soñador García de Tudela, conviven con putas, chulos, carteristas, sablistas y timadores en un submundo ácrata y marginal. El hampa madrileña comparte mesa, manteles y hasta calabozo con lo más granado del mundo intelectual capitalino. Carrere alternó con artistas, delincuentes y anarquistas, sabiendo plasmar como nadie el ambiente y la mojiganga de aquel inframundo madrileño. Luego, como en una asombrosa pirueta biográfica para quien como él había sido hermano de aquella cofradía, Emilio se convirtió en Don Emilio tras recibir en 1929 la herencia de aquel padre al que tanto había avergonzado. Se trasladó a un piso de lujo en Rosales, compró un flamante automóvil, renegó del republicanismo y se hizo monárquico de toda la vida. Escribió en el diario Informaciones, propiedad del banquero Juan March, y tras la guerra, se declaró abierto partidario de Franco. Adquirió cierta notoriedad pública hasta que falleció en 1947. Luego, como tantos otros autores afectos al régimen franquista (Jardiel, Pemán, Fernández Flórez y algunos más), Carrere cayó en un largo olvido del que ha salido muy recientemente, con el renovado interés que se presta a la bohemia de su época y a la literatura fantástica.


En Bigotini nos quedamos con el Carrere canalla de la bohemia madrileña a medio camino entre la gloria y la delincuencia, con el Carrere de los siete jorobados y la novela negra, con el Carrere de los prostíbulos y los relatos no aptos para menores. Hoy sin embargo, y como contrapunto, traemos a nuestra biblioteca virtual al Carrere populachero y un poquito chabacano que tanto gustaba a las modistillas y los horteras de botica. Ripios como la telecinco de cuando no había tele. Haced clic en la ilustración para acceder al Romance de la princesa muerta, que fue en su momento todo un éxito popular. Un tío como Emilio Carrere es natural que despierte filias y fobias tanto de vivo como de muerto. Vosotros mismos.


La honradez de los políticos es como la ropa de las actrices porno. Desaparece a la primera insinuación.



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