Si
decimos que Emilio Carrere
ha sido el autor español más leído del siglo XX, quizá no estemos
incurriendo en exageración. Durante las tres primeras décadas del
pasado siglo, su obra literaria vio la luz en ediciones baratas,
novelas económicas que circularon de mano en mano entre menestrales,
porteras, obreros y estudiantes libertinos. La crema de la
intelectualidad, esa que en el Madrid de preguerra asistía a
agasajos postineros en Chicote, se hubiera dejado matar antes que
admitir que conocían y admiraban secretamente a Carrere, pero lo
cierto es que le conocían y le admiraban, como reconocieron algunos
muchos años después. Ahora, entre los culturetas posmodernos de
nuestra España neomilenaria, Carrere vuelve a estar de moda. Se ha
reeditado parte de su obra, y se ha hecho alguna edición de relatos
breves con el título de El reino de la calderilla, que
parafraseamos en el título de este artículo.
Emilio
Carrere Moreno era un tipo de físico grotesco, pasado oscuro e
infancia difícil. Nació en 1881 de una madre soltera que falleció
poco después. Se crió con su abuela en la modestia más absoluta de
ese Madrid castizo y barriobajero que glosaron los sainetes y las
zarzuelitas del género chico, y que glosó también el propio
Carrere con asombrosos desparpajo y desgarro. Parece que al caer
enferma su abuela, se ablandó algo el duro corazón de su padre, un
tal Don Senén Canido (vaya nombre más antiguo), reputado abogado
madrileño “con aspiraciones políticas”, que no llegó a
materializar nunca. En todo caso, el viejo estaba forrado. Legó a su
hijo natural una buena suma de dinero, su biblioteca y lo que es más
importante, mediante sus influencias lo colocó como
funcionario en el Tribunal de Cuentas. Ya se sabe que en España eso
de estar colocado, no sólo es haberse excedido en la
bebida, sino que en el terreno laboral, constituye una bicoca para
toda la vida.
Así
que el joven Emilio, que se había criado en la miseria, había
asistido al Centro Instructivo Obrero, y se había doctorado en los
billares y en las timbas recogiendo colillas, se encontró de repente
con el futuro asegurado y hasta con el riñón cubierto, lo que le
permitió comer caliente, dormir mullido y pagarse un señor veguero
de dos reales para echar humo los domingos por la tarde. Sin
preocupaciones monetarias y con mucho tiempo libre (recordad que era
funcionario), dio en la costumbre o en el vicio de escribir. Primero
poesía. Los poetas malditos, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire... Se
apasionó por el modernismo y por Rubén Darío, a quien conoció,
frecuentó y tuvo siempre por maestro. Entre su producción poética
de aquellos primeros años destaca La musa del arroyo,
obrita nada desdeñable que alcanzó gran popularidad en su momento y
cuyos versos corrieron de boca en boca como un reguero de pólvora.
Otros poemas aparecieron en El caballero de la muerte,
Dietario sentimental, Nocturnos de otoño,
Ruta emocional de Madrid o Los ojos de los
fantasmas. De su obra en prosa destacaremos La cofradía
de la pirueta, Rosas de meretricio, La
copa de Verlaine, La calavera de Atahualpa,
Aventuras extraordinarias de García de Tudela y sobre
todas las demás, La torre de los siete jorobados,
publicada en 1920, que es acaso el más vivo exponente de la
literatura fantástica con toques de novela negra de las letras
españolas. La historia fue llevada al cine por Edgar Neville en
1944, con mucho menos éxito del que merecía. La película es, vista
desde la perspectiva actual, puro expresionismo posguerrista, la
quintaesencia de la comedia negra. Una fuente en la que han bebido
cineastas como Berlanga, Sumers o Almodóvar.
Pero
el Carrere más auténtico y original hay que buscarlo en esas
novelas que retratan la bohemia madrileña de la que él mismo fue
parte integrante. Personajes estrafalarios como Don Uriarte (trasunto
literario de Ramón del Valle-Inclán) o como el loco soñador García
de Tudela, conviven con putas, chulos, carteristas, sablistas y
timadores en un submundo ácrata y marginal. El hampa madrileña
comparte mesa, manteles y hasta calabozo con lo más granado del
mundo intelectual capitalino. Carrere alternó con artistas,
delincuentes y anarquistas, sabiendo plasmar como nadie el ambiente y
la mojiganga de aquel inframundo madrileño. Luego, como en una
asombrosa pirueta biográfica para quien como él había sido hermano
de aquella cofradía, Emilio se convirtió en Don Emilio tras recibir
en 1929 la herencia de aquel padre al que tanto había avergonzado.
Se trasladó a un piso de lujo en Rosales, compró un flamante
automóvil, renegó del republicanismo y se hizo monárquico de toda
la vida. Escribió en el diario Informaciones, propiedad del
banquero Juan March, y tras la guerra, se declaró abierto partidario
de Franco. Adquirió cierta notoriedad pública hasta que falleció
en 1947. Luego, como tantos otros autores afectos al régimen
franquista (Jardiel, Pemán, Fernández Flórez y algunos más),
Carrere cayó en un largo olvido del que ha salido muy recientemente,
con el renovado interés que se presta a la bohemia de su época y a
la literatura fantástica.
En
Bigotini nos quedamos con el Carrere canalla de la bohemia madrileña
a medio camino entre la gloria y la delincuencia, con el Carrere de
los siete jorobados y la novela negra, con el Carrere de los
prostíbulos y los relatos no aptos para menores. Hoy sin embargo, y
como contrapunto, traemos a nuestra biblioteca virtual al Carrere
populachero y un poquito chabacano que tanto gustaba a las
modistillas y los horteras de botica. Ripios como la telecinco de
cuando no había tele. Haced clic en la
ilustración para acceder al Romance
de la princesa muerta, que fue en su momento todo un
éxito popular. Un tío como Emilio Carrere es natural que despierte
filias y fobias tanto de vivo como de muerto. Vosotros mismos.
La
honradez de los políticos es como la ropa de las actrices porno.
Desaparece a la primera insinuación.
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