Lisboa
antigua reposa llena de encanto y belleza, dice la vieja canción.
En efecto, encanto y belleza son dos de los principales atributos de
esta hermosa ciudad asomada al Atlántico desde su privilegiado
balcón occidental. El padre Tajo, que penetra en Portugal con la
delicadeza del amante primerizo, recorre serpenteando su geografía,
hasta abrirse en su estuario prodigioso. Ahí está el puente 25 de
abril, en todo similar al de San Francisco, uniendo ambos extremos
del estuario, dibujando su línea sutil en la bahía. En la diaria y
siempre sorprendente puesta de sol, se ruboriza el horizonte como una
colegiala, como una novia. Suena a lo lejos la magia del fado, y el
corazón se cobija entre los pliegues de un sueño tantas veces
repetido y siempre nuevo: Lisboa. La Lisboa que ha sobrevivido a
terremotos, sunamis y pavorosos incendios, resurge como un ave fénix
de sus propias cenizas.
Nace
Lisboa en la marítima plaza del Comercio, viva atalaya del viejo y
glorioso imperio transatlántico, metrópolis materna y amorosa.
Crece, después de su bautismo náutico, en el Rossio, encrucijada de
renovadas amistades, salpicada de kioscos de prensa, sombras pobladas
de trinos de jilgueros, pájaros urbanos y proféticos. Se hace
grande a través de la avenida del Marqués de Pombal, monumental
arteria trazada con la rectitud geométrica de las perdidas
civilizaciones ultramarinas. Extiende como un pulpo sus tentáculos
por Sao Bento, por Chiado, por la Baixa y la Estrela... Se eleva como
un gigante en el bairro Alto, tan señorial como antiguo, para
acanzar las estrellas en la Alfama, la Alfama querida de calles
empinadas y serpenteantes. La Alfama que sabe a bacalao y a fado, a
fado y a bacalao cocinados a fuego lento en los fogones de la
nostalgia y del llanto. Es el laboratorio donde se cuece la saudade,
esa sutil niebla del espíritu que se difunde desde Lisboa hasta
Macao, hasta Cabo Verde, hasta el Brasil...
El
joven Bigotini conoció con otros amigos la vieja Lisboa, el viejo
Portugal de los primeros ochenta, todavía sumido en la alegre
borrachera de aquellos claveles revolucionarios que tanto fascinaban
a los españoles de entonces. Grandola, vila morena, terra da
fraternidade... Otra canción. Siempre canciones. Todo eso
existe, todo eso es triste, todo eso es fado. Amalia Rodrigues,
erguida como una diosa, y el rasgueo acariciador de guitarras y
laúdes. En aquel remoto viaje hubo amor, hubo una Vespa estropeada,
hubo una chimenea prodigiosa en el viejo palacio de Sintra, hubo
interminables paseos por la Alfama, hubo inolvidables excursiones por
el parque de Monsanto, hubo porco a la alentejana, hubo deliciosas
gambas (camarones) en Santarem, hubo playa en Estoril, hubo
zapateiras y almejas en el Algarve, hubo besos, risas y más amor en
Sagres, en Faro, en Lagos, en Albufeira, en Vila Real. Vinho verde y
María la portuguesa y amor y besos y risas.
Mucho
después, con más años, pero con la misma ilusión y parecida
alegría, el viejo Bigotini y sus chicas volvieron a recorrer la
Alfama. Una Alfama que había ardido como una tea. Fuego extinguido y
humeantes brasas calentando los corazones. Balacao en sus
innumerables presentaciones, asado, con natas, en croquetas (pasteis
do bacalhau), a la portuguesa con sus aceitunas... El rey de los
peixes. Sardinhas a la brasa, frescas, recién pescadas, puestas al
fuego en una humilde parrilla, y servidas en la más humilde taberna
de la Alfama, saben a gloria bendita, saben a Lisboa. Hay más cosas,
muchas más. Está el cabrito grelado, con sus deliciosas patatitas,
el porco del Alentejo, salteado con almejas. Está el frango, pollo,
gallo, animal totémico del Portugal atávico y secular. No puede
dejar de probarse al piri-piri. Y en materia de peces, además del
bacalao y las sardinas, triunfan la lubina, la dorada, los jureles,
las delicadas anchoas marinadas...
Platos
contundentes también. El caldo verde. El imponente cocido portugués
con feijoas (judías) o garbanzos, aderezado con chorizos, morcillas,
tocinos, gallina, pies de puerco, verduras y arroz. Las lulas
(chipirones, calamares) en mil formas diferentes y siempre
suculentas. La gran feijoada con arroz. Los arroces, por supuesto.
Arroces caldosos de mariscos, rissottos con pato y verduras. El pulpo
sobre lecho de patatas. Los postres, higos, cerezas, el prodigioso
flan-pudim-Molotov, una bomba repostera que estalla en la boca,
evocando precisamente su contundente apellido. Están también los
delicados pastelitos de Belem, pasteles de crema, aunque los
lisboetas los llamen de nata, tostaditos por fuera y semilíquidos
por dentro. Y están los viejos tranvías ascendiendo por cuestas
imposibles, el ascensor de la Gloria, que conduce al bairro Alto y a
las más hermosas ruinas de Europa occidental, la bulliciosa plaza
del Rossio, las cervezas fresquitas en la del Comercio, el castillo
de San Jorge, la torre de Belem, el monasterio de los Jerónimos, la
Sé catedralicia, el museo de los Descubrimientos, el Goulbenkian...
Está Lisboa entera bullendo de vida y brillando de pura hermosura.
Conviene
destacar algunos establecimientos, a saber: Ô Chapitó en Costa do
Castelo, 7, un lounge-bar restaurante donde puede el viajero degustar
su cuidada coktelería y alargar ad infinitum la noche
lisboeta. El Velho Macedo, en la rua da Madalena 117, un pequeño
bistró con sólo cinco o seis mesas donde se sirven las exquisiteces
más típicas de la cocina portuguesa. El restaurante Clara Chiado,
en largo Rafael Bordalo Pinheiro 17, un sitio elegante con una cocina
algo más de diseño y un poco más cara de lo habitual en Lisboa. El
Coraçao de Sé, tv do Almargem, 4, un establecimiento pequeño y
modesto con deliciosos platos del día, muy cerca de la Seo, la
catedral. El Clube do fado, en rua S. Joao da Praça 94, uno de los
mejores de Lisboa para escuchar fado en vivo. El llamado Café
Martinho da Arca, que a pesar de su título, es un restaurante
magníficamente situado en la plaça del Comercio 3, bajo los
soportales, su especialidad son los arroces y los mariscos. La Casa
do Alentejo, en rua Port. Sto. Antao 58, un viejo edificio, casa
regional, decorado con profusión de azulejos maravillosos. Deliciosa
cocina y biblioteca que puede visitarse.
Aun
hay más. El Musseu da Cerveija, en la plaça del Comercio, parada
inevitable para todos los amantes del dorado líquido. La Pastelaria
Suiça, en plaça del Rossio 96-104, una pastelería-cafetería ideal
para desayunos potentes aptos para turistas todoterreno. La Antiga
Confeitaria de Belem, llamada ahora Pasteis de Belem, en rua de Belem
84-92, todo un templo pastelero que no debe dejar de visitarse.
Además de comprar alguna cajita de pasteles para llevar, es obligado
tomarse allí un café y probar un par de pasteis de nata (un par o
los que se tercien). Así recién hechos y calentitos están
impresionantes. Por último, pero no menos importante, hay que
visitar A Ginjinha, en largo de Sao Domingos, 8, junto al Rossio. Se
trata de un diminuto local con un mostrador de apenas metro y medio,
que sirve copas de licor de ginja, aguardiente de cerezas que es
probablemente la bebida alcohólica más popular de Lisboa.
Levantando
esa copa de dulce y olorosa ginjinha, se despide Bigotini de Lisboa,
una perla asomada al infinito océano, que quedó para siempre
grabada en nuestro recuerdo.
Haría
cualquier cosa por recuperar la juventud... excepto hacer ejercicio,
madrugar o ser un miembro útil a la sociedad. Oscar Wilde.
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