Este
señor con esa impresionante peluca era Robert
Boyle, a quien se considera uno de los fundadores de
la química moderna. Hijo del aristocrático conde de Cork, Robert
nació en Irlanda, en el castillo de Lismore, en 1627. A los ocho
años conocía el francés, el griego y el latín. Estudió en Eton y
en Génova, y a partir de 1644 se instaló definitivamente en
Inglaterra, dedicando todos sus esfuerzos y la considerable fortuna
que había heredado a la ciencia. Antes había intentado durante un
breve periodo residir en Irlanda, pero desistió por considerar su
isla natal un país atrasado y salvaje.
En
Inglaterra fue inmediatamente admitido en el selecto club de
científicos conocido como el Colegio Invisible, germen de lo que más
tarde sería la Royal Society, cuyos miembros se reunían en Oxford y
en el Gresham College londinense. Entre sus primeros logros destaca
la fabricación de un motor neumático junto con su condiscípulo
Robert Hooke. Sus experiencias en este campo le llevaron a formular
la célebre ley que establece que el volumen de un gas es
inversamente proporcional a la presión que se ejerce sobre él.
En su honor se conoce como Ley de Boyle en el ámbito
anglosajón, y como Ley de Boyle-Mariotte en el resto
de Europa.
A
pesar de su enorme contribución a la moderna química científica,
Boyle se consideró siempre un alquimista. Estaba convencido de la
posibilidad de la transmutación de los metales. Poseía la que acaso
fue la principal biblioteca de su tiempo en materia de alquimia y
hermetismo. Además consiguió con su influencia en las esferas del
poder político, que Enrique IV aboliera la antigua ley que prohibía
la creación de oro y plata por procedimientos alquímicos. En
física, Boyle investigó sobre la propagación del sonido a través
del aire, y también sobre electricidad, densidad, congelación del
agua, hidrostática, combustión, respiración, propiedad de
refracción de la luz en los cristales y naturaleza de los colores.
Aunque estudió muchas obras de medicina y fisiología, su delicado
espíritu le impidió llegar más lejos en sus investigaciones, ya
que su naturaleza sensible rechazaba las disecciones anatómicas de
animales, y mucho menos de criaturas vivas.
El
último periodo de su vida estuvo marcado por un creciente
retraimiento social y por sus sentimientos religiosos, que llevó al
extremo del fanatismo. Estuvo atormentado por el dilema de que el
desarrollo de la ciencia tenía un efecto inevitable en la pérdida
de fe religiosa. Dedicó sus últimos años a la confección de su
obra El Cristiano Virtuoso, que se dio a la imprenta en
1690. En su calidad de presidente de la Compañía de las Indias
Orientales, gastó ingentes cantidades de dinero en la evangelización
de los desdichados salvajes, contribuyendo a la creación de
sociedades misioneras y al establecimiento de misiones en los más
apartados lugares del planeta. Muchos de los religiosos enviados al
extremo oriente o a las islas del Pacífico, terminaron sus días
asesinados o en los estómagos de los antropófagos. También se
empeñó Boyle en que la Biblia fuera conocida por todos los
pobladores de la Tierra, así que a él se debe que se tradujera a un
sinfín de lenguas exóticas. En muchos de esos idiomas las
Escrituras sólo han podido ser leídas por los eruditos que las
tradujeron, en unos casos porque los hablantes no sabían leer, y en
otros porque cuando la traducción quedó terminada, los indígenas
que un día hablaron esa lengua habían sido exterminados por sus
bienintencionados civilizadores.
Robert
Boyle falleció en 1691 en su residencia londinense de Pall Mall,
poco después de que muriera lady Ranelagh, su hermana, única mujer
de su vida a quien le unió el más profundo amor fraterno. En
Bigotini hace ya tiempo que perdimos la fe, así que además de ser
unos ateazos del quince, somos bastante menos sensibles que el bueno
de Boyle, llegando a veces al extremo de la ordinariez y la barbarie
que tanto aborreció el pobrecillo. A pesar de todo, levantamos
nuestras jarras de espumosa cerveza brindando por su memoria, echamos
un buen trago y después nos limpiamos los bigotes con la manga,
¡hala!
Yo
no suelo rezar nunca, pero si estás ahí... ¡sálvame Supermán!
Homer Simpson.
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