jueves, 15 de junio de 2017

LEIBNIZ, EL MÁS BRILLANTE PERDEDOR


Nacido en Leipzig en 1646, Gottfried Wilhelm von Leibniz, fue uno de los más eminentes hombres de ciencia de la Historia universal. Sobresalió en materias tan dispares como la filosofía, la teología, la metafísica, la jurisprudencia, las matemáticas, la física, la geología o la historia. Diderot, el enciclopedista francés que mantuvo con él agrias disputas filosóficas, no tuvo más remedio que admitir: Quizás nunca haya un hombre que haya leído tanto, estudiado tanto, meditado más y escrito más que Lebniz. Lo que ha elaborado sobre el mundo, sobre Dios, la naturaleza y el alma es de la más sublime elocuencia. Si sus ideas hubiesen sido expresadas con el olfato de Platón, el filósofo de Leipzig no cedería en nada al filósofo de Atenas.
Su padre, Federico Leibniz fue filósofo y profesor en la Universidad de Leipzig, su madre, Catherina Schmuck, hija de un brillante jurista. Con semejantes antecedentes familiares, el joven Gottfried se consagró ya desde su niñez al estudio con gran aplicación. Como curiosidad, diremos que la biblioteca de la casa paterna superaba a la mayoría de bibliotecas públicas de su tiempo.

A los 12 años dominaba el latín y había iniciado sus estudios de griego. Ingresó en la Universidad de su ciudad a los 14, y a los 20 publicó su primer libro de matemáticas titulado Sobre el arte de las combinaciones. En esa época se interesó brevemente por la alquimia, y obtuvo un empleo como asesor jurídico del elector de Maguncia. Tomó parte en oscuras intrigas políticas, y a él se atribuye un ensayo firmado con el seudónimo de un noble polaco, en el que apoyaba el partido del candidato alemán a la corona polaca. Enviado a París en misión diplomática, aprovechó el tiempo estudiando matemáticas y física con Huygens. Sus esfuerzos se vieron recompensados con el hallazgo de un nuevo método para el cálculo diferencial, y un importante trabajo sobre las series infinitas. El elector destinó después a Leibniz a Londres, donde trató a Collins y Oldenburg. En la capital británica deslumbró a los miembros de la prestigiosa Royal Society cuando presentó ante ellos una máquina capaz de realizar cálculos matemáticos, primer antecedente remoto de las calculadoras y de nuestros modernos ordenadores. El elector de Maguncia falleció repentinamente, por lo que Leibniz quedó temporalmente sin protector. En esa época alguien como él necesitaba un mecenas. Pretendió sin éxito hallarlo en París y en la corte imperial de los Habsburgo, para aceptar finalmente la invitación del duque de Brunswick que le ofreció un puesto de consejero en Hanover.


En Hanover ejerció como ministro de Justicia, historiador y bibliotecario de la Biblioteca Ducal, una de las más importantes de Europa, cargo que le contentó más que ningún otro. En aquella floreciente Casa de Brunswick encontró a dos inmejorables amigas y aliadas en las personas de las jóvenes Sofía Carlota de Hanover, hija de la electora, y Carolina de Brandeburgo-Ansbach, esposa de su nieto, que sería el futuro rey de Inglaterra. Peor relación tuvo Leibniz con los varones de la familia ducal. El elector Ernesto Augusto le encargó una Historia de la Casa de Brunswick desde la época de Carlomagno, que nunca llegó a terminar ante el disgusto del siguiente elector. Leibniz estaba demasiado ocupado en sus otros intereses mayoritariamente científicos. Progresó enormemente en sus trabajos sobre cálculo y en sus estudios de física, y se libró de ser despedido gracias a la influencia de sus protectoras. Sin embargo, aunque no llegó a completar su encargo histórico, dos siglos más tarde, en el XIX, fueron hallados casualmente sus escritos sobre la materia, y el resultado fue la publicación de nada menos que tres enormes volúmenes.


Leibniz mantuvo durante décadas una enconada disputa con Newton sobre la paternidad del cálculo infinitesimal. Ambos se cruzaron mutuas acusaciones, algunas bastante encarnizadas, llegando al insulto personal. La entonces todavía incipiente comunidad científica europea se dividió en dos bandos enfrentados. Ni siquiera los reyes se abstuvieron de participar en esta especie de guerra intelectual. Por ejemplo, Jorge I de Gran Bretaña tomó partido por Newton para gran disgusto de su esposa, mientras que el zar ruso Pedro el Grande, llegó a personarse en Hanover para mostrar públicamente su apoyo a Leibniz. Como la mayoría de las guerras, ésta tuvo también un ganador: Isaac Newton. Para el triunfador fueron la gloria y los laureles, y para Leibniz el olvido. Falleció nuestro hombre en Hanover en 1716. Desaparecida dos años antes Sofía de Wittelsbach, su gran protectora, y con Carolina en Inglaterra, nadie se acordó de honrar su memoria, ni siquiera un solo miembro de la Royal Society o de la Academia Prusiana de las Ciencias, de las que formaba parte. Sólo asistió a su funeral su secretario.


La celebridad y el reconocimiento llegaron muchos años después con la Ilustración y las luces de fin del XVIII y principios del XIX. Curiosamente fueron los filósofos franceses quienes más y mejor revindicaron su memoria. En cuanto a la obra de Leibniz, si bien la relativa al cálculo quedó un tanto eclipsada, sus trabajos filosóficos han sido ampliamente difundidos. En particular ha gozado de gran popularidad su Monadología, que recoge la más importante contribución de su autor a la metafísica. Las mónadas son en el ámbito metafísico lo que los átomos en física. Las mónadas son formas de ser sustanciales, eternas, individuales y sin posibilidad de dividirse o descomponerse. La teoría de las mónadas representa una suerte de pansiquismo, cuya esencia ontológica es la irreductible simplicidad de sus componentes individuales. En fin, como parece que Bigotini se empieza a poner un poco estupendo con tanta sutileza metafísica, será mejor que terminemos este esbozo de la vida de Gottfried Wilhelm von Leibniz, uno de los más brillantes perdedores de la Historia de la Ciencia.


Es terriblemente triste que el talento dure más que la belleza. Oscar Wilde.



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