Nacido
en Leipzig en 1646, Gottfried Wilhelm von
Leibniz, fue uno de los más eminentes hombres de
ciencia de la Historia universal. Sobresalió en materias tan
dispares como la filosofía, la teología, la metafísica, la
jurisprudencia, las matemáticas, la física, la geología o la
historia. Diderot, el enciclopedista francés que mantuvo con él
agrias disputas filosóficas, no tuvo más remedio que admitir:
Quizás nunca haya un hombre que haya leído tanto, estudiado
tanto, meditado más y escrito más que Lebniz. Lo que ha elaborado
sobre el mundo, sobre Dios, la naturaleza y el alma es de la más
sublime elocuencia. Si sus ideas hubiesen sido expresadas con el
olfato de Platón, el filósofo de Leipzig no cedería en nada al
filósofo de Atenas.
Su
padre, Federico Leibniz fue filósofo y profesor en la Universidad de
Leipzig, su madre, Catherina Schmuck, hija de un brillante jurista.
Con semejantes antecedentes familiares, el joven Gottfried se
consagró ya desde su niñez al estudio con gran aplicación. Como
curiosidad, diremos que la biblioteca de la casa paterna superaba a
la mayoría de bibliotecas públicas de su tiempo.
A
los 12 años dominaba el latín y había iniciado sus estudios de
griego. Ingresó en la Universidad de su ciudad a los 14, y a los 20
publicó su primer libro de matemáticas titulado Sobre el arte de
las combinaciones. En esa época se interesó brevemente por la
alquimia, y obtuvo un empleo como asesor jurídico del elector de
Maguncia. Tomó parte en oscuras intrigas políticas, y a él se
atribuye un ensayo firmado con el seudónimo de un noble polaco, en
el que apoyaba el partido del candidato alemán a la corona polaca.
Enviado a París en misión diplomática, aprovechó el tiempo
estudiando matemáticas y física con Huygens. Sus esfuerzos se
vieron recompensados con el hallazgo de un nuevo método para el
cálculo diferencial, y un importante trabajo sobre las series
infinitas. El elector destinó después a Leibniz a Londres,
donde trató a Collins y Oldenburg. En la capital británica
deslumbró a los miembros de la prestigiosa Royal Society cuando
presentó ante ellos una máquina capaz de realizar cálculos
matemáticos, primer antecedente remoto de las calculadoras y de
nuestros modernos ordenadores. El elector de Maguncia falleció
repentinamente, por lo que Leibniz quedó temporalmente sin
protector. En esa época alguien como él necesitaba un mecenas.
Pretendió sin éxito hallarlo en París y en la corte imperial de
los Habsburgo, para aceptar finalmente la invitación del duque de
Brunswick que le ofreció un puesto de consejero en Hanover.
En
Hanover ejerció como ministro de Justicia, historiador y
bibliotecario de la Biblioteca Ducal, una de las más importantes de
Europa, cargo que le contentó más que ningún otro. En aquella
floreciente Casa de Brunswick encontró a dos inmejorables amigas y
aliadas en las personas de las jóvenes Sofía Carlota de Hanover,
hija de la electora, y Carolina de Brandeburgo-Ansbach, esposa de su
nieto, que sería el futuro rey de Inglaterra. Peor relación tuvo
Leibniz con los varones de la familia ducal. El elector Ernesto
Augusto le encargó una Historia de la Casa de Brunswick desde la
época de Carlomagno, que nunca llegó a terminar ante el disgusto
del siguiente elector. Leibniz estaba demasiado ocupado en sus otros
intereses mayoritariamente científicos. Progresó enormemente en sus
trabajos sobre cálculo y en sus estudios de física, y se libró de
ser despedido gracias a la influencia de sus protectoras. Sin
embargo, aunque no llegó a completar su encargo histórico, dos
siglos más tarde, en el XIX, fueron hallados casualmente sus
escritos sobre la materia, y el resultado fue la publicación de nada
menos que tres enormes volúmenes.
Leibniz
mantuvo durante décadas una enconada disputa con Newton sobre la
paternidad del cálculo infinitesimal. Ambos se
cruzaron mutuas acusaciones, algunas bastante encarnizadas, llegando
al insulto personal. La entonces todavía incipiente comunidad
científica europea se dividió en dos bandos enfrentados. Ni
siquiera los reyes se abstuvieron de participar en esta especie de
guerra intelectual. Por ejemplo, Jorge I de Gran Bretaña tomó
partido por Newton para gran disgusto de su esposa, mientras que el
zar ruso Pedro el Grande, llegó a personarse en Hanover para mostrar
públicamente su apoyo a Leibniz. Como la mayoría de las guerras,
ésta tuvo también un ganador: Isaac Newton. Para el triunfador
fueron la gloria y los laureles, y para Leibniz el olvido. Falleció
nuestro hombre en Hanover en 1716. Desaparecida dos años antes Sofía
de Wittelsbach, su gran protectora, y con Carolina en Inglaterra,
nadie se acordó de honrar su memoria, ni siquiera un solo miembro de
la Royal Society o de la Academia Prusiana de las Ciencias, de las
que formaba parte. Sólo asistió a su funeral su secretario.
La
celebridad y el reconocimiento llegaron muchos años después con la
Ilustración y las luces de fin del XVIII y principios del XIX.
Curiosamente fueron los filósofos franceses quienes más y mejor
revindicaron su memoria. En cuanto a la obra de Leibniz, si bien la
relativa al cálculo quedó un tanto eclipsada, sus trabajos
filosóficos han sido ampliamente difundidos. En particular ha gozado
de gran popularidad su Monadología, que recoge la más
importante contribución de su autor a la metafísica. Las mónadas
son en el ámbito metafísico lo que los átomos en física. Las
mónadas son formas de ser sustanciales, eternas, individuales y sin
posibilidad de dividirse o descomponerse. La teoría de las mónadas
representa una suerte de pansiquismo, cuya esencia ontológica es la
irreductible simplicidad de sus componentes individuales. En fin,
como parece que Bigotini se empieza a poner un poco estupendo con
tanta sutileza metafísica, será mejor que terminemos este esbozo de
la vida de Gottfried
Wilhelm von Leibniz, uno de los más brillantes perdedores de la
Historia de la Ciencia.
Es
terriblemente triste que el talento dure más que la belleza. Oscar
Wilde.
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