Ya
tenemos a Bigotini y sus chicas en París. El profe conducía un
flamante automóvil nuevo, mientras Marisol, mapa desplegable en
mano, indicaba la dirección del hotel: primera a la izquierda,
segunda a la derecha, no, no, la otra derecha... así durante una
media hora atravesando con gran dificultad el espeso tráfico
parisino, hasta llegar a la misma puerta del hotel. Increíble.
Increíble, pero... un lamentable error de la agencia de viajes hizo
que en el hotel no tuvieran noticia de la reserva. Volvieron las
maletas al maletero y los viajeros a su búsqueda. Finalmente
encontraron alojamiento en otro hotel céntrico. Un ansiolítico y
¡hala!, a disfrutar de París. La ciudad-luz resulta de noche todo
un espectáculo. Una cena tranquila en un coqueto restaurante
devolvió el color a las mejillas y el calor a los corazones.
Por
la mañana temprano París se despereza y se presenta luminosa ante
el visitante. Paseos. Se puede empezar por uno en los jardines de las
Tullerías, Montmatre, Montparnase, y por supuesto la inevitable
orilla del Sena. La rive gauche ofrece una interminable
sucesión de tenderetes de artistas. Es París una sucesión
interminable y entrañable de paseos entre monumento y monumento. En
París lo monumental llega a cansar. Sin querer quitarles ningún
mérito, les invalides, la torre Eiffel, el Panteón, y hasta la
mismísima catedral de Notre Dame, estorban al viajero porque
interrumpen los paseos. Música. Tiene París banda sonora, y no sólo
una, sino varias. Por ejemplo la de Un americano en París de
George Gerswin; o también la de las viejas melodías parisinas
interpretadas al acordeón. Sous le ciel de París chantent les
amoureux. Piaf, Aznavour, Moustaki...
Más
música. Una representación de La Bohéme de Puccini en la
Ópera no es ninguna tontería. Sin embargo, yo me quedo con un
humildísimo concierto, el de una banda interpretando el vals de La
viuda alegre y otras piezas populares, en el parque de Luxemburgo
mientras tomamos un refresco. Sencillo, si, pero reconfortante. En lo
relativo a la gastronomía... bueno, ya es hora de derribar tópicos.
Naturalmente que en París se puede comer muy bien, como ocurre en
cualquier otra gran ciudad del mundo. Muy bien, pero muy caro. Los
grandes restaurantes parisinos de las guías gastronómicas no están
al alcance de cualquier bolsillo. Los que están al alcance presentan
una relación calidad-precio escandalosa. En un restaurante medio de
París se come decentemente, pero eso sí, al mismo precio por el que
comerías como un rey en un restaurante de primera fila de España,
Italia o el resto de Francia, por ejemplo. En un restaurante malo de
París se come mal y caro. Y si te decides por tomar un bocadillo y
un refresco en cualquier kiosco, puedes enfermar pagando lo mismo que
pagarías por sentarte a comer como Dios manda en cualquier otro
lugar. O sea, un horror.
Del
vino ni hablamos. Precios prohibitivos cuando se trata de vinos
medianamente potables. Los que allí llaman vinos de la maison
son líquidos oscuros altamente tóxicos. En conclusión, lo
recomendable en París es comer con cerveza en el buen entendimiento
de que una humilde birra te cuesta lo mismo que un plato de comida.
En fin, con todo ya se sabe que al final recordamos sólo las cosas
buenas y nos olvidamos de las desagradables. Bigotini y sus alegres
compañeras disfrutaron también en París (incluso en París) de
algunas esquisiteces tales como una inolvidable ratatouille, una
tartiflette cremosa y rica, o algún que otro jugoso entrecotte. En
cuanto a los dulces, mención especial a chocolates y derivados, así
como a las deliciosas creps.
Llegó
una vez más la noche y París se vistió otra vez de luz. Llegó
también el momento de partir. Au revoire. París: espíritu,
gastronomía, poesía... París bien vale una misa, una mesa, una
musa.
-Querido,
¡me gustaría tanto que tú y yo volviéramos a estar como antes!
-¿Como
cuando nos conocimos?
-No,
no, antes de eso.
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