En
plena polémica sobre el uso en Occidente del burka y otras prendas
de la tradición islámica, merece la pena echar la vista atrás y
recordar la vieja tradición de las
tapadas en la España de los siglos XVI al XVIII. Un
gran manto o velo oscuro cubriendo el rostro, fue costumbre muy
arraigada entre las mujeres. El manto o tapado fue prenda
inspirada en los atuendos de judías y musulmanas, quenes pudieron
introducir su uso en España. La moda, si puede llamarse así, surgió
en el XVI probablemente con la primitiva finalidad de extremar el
recato femenino. Era aquella una sociedad sumida en un cristianismo
integrista y contrarreformista, por otra parte bastante equiparable a
la radicalización que hoy día sufren muchos sectores del mundo
islámico. Ese fue seguramente el origen, pero con el tiempo, el
fenómeno de las tapadas trascendió lo meramente religioso, para
derivar en ciertos excesos que recogen la historiografía y la
literatura.
El
historiador madrileño Antonio de León Pinelo escribía: las
tapadas se exponen a que les pierdan el respeto los hombres y aun las
mismas mujeres, por no conocerlas y no diferenciarse en el traje las
buenas de las malas. Con que se persuade cada uno que puede llegar
libremente a hablar y aun a manosear a cualquiera que, a estar
descubierta no osara. Tampoco pasó desapercibido el fenómeno
para quienes nos visitaban. Sirva como muestra este comentario del
consejero francés Bertaud, que estuvo en España en el tiempo de
Carlos I: no enseñan sino un ojo y van buscando y provocando a
los hombres con tanta desfachatez, que tienen a afrenta cuando no se
quiere ir más lejos de la conversación.
Así
es. El manto sirvió a muchas de pretexto para ir y venir amparadas
en el anonimato que proporcionaba el atuendo, en una sociedad en que
las mujeres, y muy particularmente las damas de calidad, debían
permanecer obligatoriamente en sus casas. Hasta la aparición de los
mantos, ventanas y balcones eran los únicos enlaces femeninos con el
mundo exterior. Los áticos con galerías corridas, llamadas galería
aragonesa, remataban los palacios del reino de Aragón desde
tiempos renacentistas. La galerías eran dominios exclusivos de las
mujeres de la casa, que habitaban en ellas como en pequeños
serrallos. En los núcleos rurales las campesinas gozaban de mayor
libertad, pero en las ciudades sólo las criadas, las alcahuetas y
las rameras andaban por las calles sin acompañamiento.
Paradójicamente, el manto, nacido como un instrumento de virtud, lo
cambió todo. El manto o tapado permitía a las altas damas buscar
aventuras en el Madrid de los Austrias, paseando por el Prado, la
calle Mayor o las orillas del Manzanares, bajo la simple apariencia
de sirvientas, escribe Asunción Domenech. Cabe añadir que
también permitía a algunos hombres disfrazarse de mujeres para
poder tener acceso a sus seducidas.
Cuenta
Pellicer en sus Avisos que el hijo de un canónigo de
Valladolid fue muerto en Alcalá por un marido celoso que lo encontró
disfrazado de mujer junto a su esposa. Y naturalmente, estos casos
reales sirvieron de inspiración a multitud de lances teatrales en
las comedias de Lope o de Calderón. En alguna escena el galante
caballero auxiliaba a una dama tapada que estaba siendo acosada, sin
sospechar que aquella dama era su propia esposa que marchaba al
encuentro de su amante. Y es que en la sociedad española de la época
primaba la hipocresía. Los hombres gobernaban el mundo con dominio
absoluto, siendo las mujeres personas de segunda clase. Sigue
diciendo Domenech: Las jóvenes y las damas honestas vivían bajo
la custodia de severos guardianes, esposos, padres, hermanos, quienes
para defender su honor las encerraban tras cancelas y celosías o las
hacían acompañar en sus salidas por escuderos y dueñas. Tanta
suspicacia tuvo el efecto de apartar a las mujeres del mundo real,
relegándolas a una especie de mundo virtual sólo para ellas. Allí,
en ese mundo aparte, ajenas a todo cuanto sucedía fuera de su zona
de murmuración, vivían su particular existencia de infantilismo
perpetuo entre rezos, labores, galanteos ocultos... Alguno de esos
galanteos y escarceos sexuales se producía con clérigos y
confesores, únicos varones que gozaban de alguna libertad para
acceder a ellas.
Hipocresía.
La salvaguarda del honor no se cimentaba en que no se cometiera la
falta, sino en que la falta no fuera conocida. Partiendo de semejante
trampa moral, hombres y mujeres procuraban los medios para dar rienda
suelta a sus pasiones, siempre que sus correrías permanecieran
ocultas. Mucho cerrojo y mucha celosía, pero los hospicios no daban
abasto para albergar los hijos no deseados. El manto, el tapado, fue
un instrumento útil para burlar impunemente las imposiciones
sociales. También los hombres se ocultaban, no sólo disfrazados de
dama bajo el manto, sino mediante capas, chambergos y embozos
diversos. En 1590 una Pragmática de Felipe II impuso a las tapadas
multas de hasta 3.000 maravedíes. También se legisló en este
sentido durante los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II,
pero sirvió de muy poco. La costumbre perduró en España hasta
Carlos III que en 1770 la suprimió definitivamente, no sin gran
resistencia popular.
El
Siglo de las Luces y el XIX trajeron aires nuevos. En le nouveau
régime, sobre todo a partir de la Revolución Francesa y la
Declaración de los Derechos del Hombre, el individuo, el ciudadano,
hombre o mujer, no sólo fue sujeto de derechos, sino de obligaciones
y responsable de sus actos a título personal. Se acabó el anonimato
y se acabaron los tapados. Curiosamente la costumbre de las tapadas
perduró como herencia española hasta principios del siglo XX en el
Perú. Las tapadas limeñas, pues así se las conocía,
fueron toda una institución nacional. De las últimas damas que
conservaron el atuendo existen fotografías que dan testimonio del
fenómeno.
El
sexo sin amor es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía
es una de las mejores. Woody Allen.
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