El
monje budista vietnamita Thich
Nhat Hanh, a quien
debemos el término interseidad,
lo explica así: Sin la
nube no habrá lluvia; sin la lluvia no alcanzarán a desarrollarse
los árboles; y sin los árboles sería imposible fabricar el papel.
La existencia de la nube resulta esencial para la existencia del
papel. Puede decirse que la nube y el papel inter-son,
porque no pueden ser
de forma aislada.
El
biólogo evolutivo Scott
D. Sampson admite la
interseidad
como un sólido hecho científico. En nuestra mentalidad occidental
está muy arraigada la noción de individualidad, de manera que
tendemos erróneamente a concebir nuestro yo encapsulado en los
límites de nuestra piel, olvidando que tiene mucho más de membrana
permeable que de barrera aislante. ¿En qué momento puede decirse
que la última bocanada de aire, el último sorbo de agua o el último
bocado de alimento que hemos ingerido, deja de ser parte del mundo
exterior, para convertirse en un elemento integrante de nosotros
mismos? La misma pregunta podría hacerse con relación a nuestras
exhalaciones y desechos.
Todos
los seres vivos formamos parte del ciclo biológico que tiene lugar
en la biosfera terrestre. Nuestro supuesto yo individual alberga un
microbioma
de grandes proporciones (véase el reciente artículo sobre el increíble mundo bacteriano).
Sólo en la boca tenemos más de setecientos tipos distintos de
bacterias. Nuestra piel y nuestras pestañas se hallan igualmente
pobladas de microbios, y en nuestro tubo digestivo se aloja una
infinidad de linajes bacterianos. Las más recientes estimaciones
señalan que nuestro cuerpo posee unos diez billones de células
propias y cerca de cien billones de células bacterianas. Es decir,
el noventa por ciento de nuestro contenido puede calificarse de no
humano. El número de
formas de vida que albergamos supera el número estimado de estrellas
que forman la Vía Láctea. Por asombroso que parezca, es
completamente exacto.
Por
si los datos numéricos no fueran lo bastante abrumadores, hay que
decir que mantenemos una relación de completa dependencia con
nuestra flora residente. Sin nuestros pequeños habitantes no
seríamos capaces de vivir. Y si volvemos a nuestras células
propias, se calcula que los organismos renovamos completamente hasta
el último átomo aproximadamente cada siete años. Cada partícula
de lo que era “yo” hace siete años, ahora forma parte de un
árbol del parque, del océano o de un ternero. De idéntica forma,
ahora poseo átomos que antes pertenecieron a un hongo, estaban en el
interior de un volcán o en una estrella muy, muy lejana…
¿Dónde
situamos pues el punto de corte? No somos seres aislados. Debemos
aprender a contemplarnos como seres permeables y entrelazados,
integrados en entidades biológicas más amplias, yoes más amplios,
entre los que cabe incluir el yo de la especie (la humanidad) y el yo
de la biosfera (el conjunto del bioma o la biomasa terrestre). Del
mismo modo que hemos comprendido que la Tierra no es el centro del
universo, una idea nada intuitiva por cierto, pero rigurosamente
cierta, hemos de asumir también que no estamos fuera de la
naturaleza ni por encima de ella, sino que formamos parte de ella de
manera íntima e inseparable. El punto de vista que nos aporta la
interseidad,
nos conduce a no considerar a las demás formas de vida como meros
objetos, sino como sujetos, como compañeros de viaje que nos
acompañan en el remolino de la corriente de este antiquísimo río
que es la vida. Ya veis que el profe Bigotini se pone a veces muy
filosófico, pero es que él tiene muy arraigada esta idea de la
interseidad.
A fin de cuentas, sin vosotros que leéis estas locuras suyas, no
sería más que un monigote ridículo.
Mejorar
es cambiar. Ser perfecto es cambiar a menudo. Winston Churchill.
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