Praga
muestra toda su belleza en esos días lluviosos del final del verano en que
comienza a refrescar. El viajero meridional no se detiene en matices y los
llama directamente otoñales. Imaginad el viejo y monumental puente de Carlos sin
un solo turista, solitario y silencioso, mientras la lluvia cae inmisericorde
sobre el pavimento, y entre los resbaladizos adoquines asoma ese musgo verde,
brillante y fragante. El viejo profe Bigotini conoció la Praga de antes de la
caída del muro. La Praga del milagro socialista (falso como todos los milagros)
hacía ya en los ochenta, guiños al turismo europeo. Era, eso si, un turismo
regulado y pastoreado por becarios de comisario político disfrazados de guías
turísticos. Si no andabas listo, te intentaban llevar a las afueras con la
excusa de ver un estadio de fútbol carente del menor interés, con tal de evitar
que fueras testigo accidental de una algarada en la plaza Wenceslao,
conmemorativa de las revueltas de aquella inolvidable primavera de agosto.
Lo
conseguían con los turistas germano-occidentales, holandeses o nórdicos, que
son muy obedientes, pero los italianos y los españoles no tragaban. Paraban el
autobús, y salían por parejas en todas direcciones. El frustrado censor sólo
podía atrapar a una anciana con muletas y pierna escayolada. ¡Qué tiempos! Era
una ciudad viva, a pesar de los comisarios políticos. A pesar de las colas
interminables ante las puertas de los comercios que servían un solo artículo.
Tiendas de violines (un único modelo). Tiendas de sucedáneo de caviar con miles
de latas idénticas de precio unitario. Grandes almacenes donde podías comprar
un único modelo de maleta. Estanterías repletas hasta el techo de maletas
grandes, grises, sólidas, idénticas… Maletas en un pequeño país en que sus habitantes
tenían prohibido viajar al extranjero. Bellezas checas. Muchachas rubias de
largas piernas y curvas de vértigo, encerradas a la fuerza en aquellos
guardapolvos grises de los comercios estatales. Jóvenes carnes hechas para
caricias de seda, aprisionadas en bastas arpilleras.
¡Qué
tiempos! Cenas frugales y cervezas monumentales en U Fleku, la vieja taberna
del buen soldado Svejk, el checo más universal. El viajero occidental tenía que
aguzar el ingenio: pato asado y patatas para hartarse, pero… si querías añadir
unos huevos al festín, debías acudir al mercado negro. No había que caminar
mucho, por otra parte. El mercado negro estaba entonces en cualquier rincón de
Praga. Los huevos no figuraban en la carta del restaurante, pero casualmente el
camarero tenía un primo que podía conseguirlos. Caviar ruso del bueno. Discos
búlgaros de música clásica. Café angoleño. Ron cubano. Y para los menos
escrupulosos, sexo a cambio de lencería occidental o de pantalones tejanos… Los
ascensoristas con uniformes rojos repletos de botones dorados, te daban por tus
dólares el doble del cambio oficial. La planta decimotercera del gigantesco
Hotel Internacional (regalo del pueblo ruso al pueblo checo) acogía un cabaret
burlesque al estilo del Berlín de entreguerras. Un número de perritos
amaestrados precedía a un striptease pornogrotesco.
Eso
de noche. A la mañana siguiente te volvías a dar de bruces con Praga. Con los
puestos de salchichas, con los músicos callejeros y con las eternas obras del
tranvía. Con la esbelta torre del reloj astronómico, con la fantástica Linterna
Mágica, con el monumental puente de Carlos, con el Castillo, con la manzana de
Oro, con la Torre Quemada, con el gueto y su viejo cementerio en el que las
tumbas se amontonan unas sobre otras en un terremoto imposible y necrófilo. Te
encontrabas también la Praga literaria, la Praga de Kafka, la de Rilke, la de
Kundera, la de Havel… Aquellos tiempos pasaron, pero treinta años después Praga
sigue siendo Praga, y cuando hayan pasado trescientos más, lo seguirá siendo.
No te pierdas la Praga moderna. Te parecerá más alegre y más luminosa, pero no
te dejes engañar: el musgo creciendo entre los adoquines y la bruma cerniéndose
sobre el Moldava, dan testimonio de la Praga lluviosa y eterna. De los locos
días y las turbias noches juveniles que vivimos en ella.
La
democracia tiene por lo menos un mérito, y es que un miembro del Parlamento no
puede ser mucho más incompetente que aquellos que lo han elegido. Bertrand
Russell.
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