La
derrota del profe Bigotini nos traslada hoy hasta Zurich,
la flamante capital del cantón del mismo nombre y la ciudad más poblada de
Suiza. Zurich cuenta con algo menos de cuatrocientos mil habitantes, pero su hinterland o área metropolitana llega a
sobrepasar el millón y medio. Aunque no ostenta la capitalidad administrativa
de la Confederación Helvética, Zurich es en la práctica su capital financiera y
cultural. Allí están las sedes de sus principales industrias y también de sus
principales bancos, auténticos imanes para el dinero de los cinco continentes,
al amparo de la proverbial discreción que históricamente los ha caracterizado.
Bigotini
nada más llegar, hizo sus pesquisas por si alguna potencia sobrenatural hubiera
ingresado una enorme suma en una cuenta a su nombre. No hubo suerte. Lástima,
porque esa si que habría sido la señal que esperaba el viejo profe para
abandonar su arraigado ateismo y convertirse en un ferviente creyente. ¡Bueno,
qué le vamos a hacer!, -se dijo-, y venciendo su melancolía se dirigió al
restaurante más próximo, dispuesto a ahogar sus penas en grasas saturadas de las
que obstruyen las arterias.
La
gastronomía de Zurich tiene una fuerte influencia alemana, lo mismo que la
cultura y la lengua de esta zona del país. En el recetario local abundan los
embutidos y las salchichas, esas descomunales cervelas que se acompañan generalmente con una buena provisión de
patatas (las germánicas kartofel o
las más afrancesadas frites, que
suenan algo menos amenazadoras, pero son exactamente lo mismo), o bien con una
montaña de chucrut, col lo bastante
fermentada para producir gases que harían elevarse un globo aerostático. Una
simpática forma de presentar las kartofel
es una especie de torta de patatas paja que utiliza mantequilla como
aglutinante, y flanquea a una salchicha especiada enrollada en espiral, o a
unos daditos de ternera y champiñones nadando en una espesa salsa de nata.
Capitulo
aparte merecen los quesos, de los que la región produce varios cientos de
variedades diferentes y cremosas, desde el sencillo emmental, hasta los contundentes gruyères, que en ocasiones admiten curaciones añejas, y los
untuosos vacherin o appenzeller, imprescindibles en
cualquier fondue que se precie, o en
una buena raclette. Como remate de una
magnífica pitanza, en Zurich no puede faltar algún postre a base de los
deliciosos chocolates artesanos que se preparan en los cientos de confiterías,
a cual más aromática y tentadora. Hay chocolates negros, con leche, sólidos o
fundidos, rellenos con frutos secos, frutos rojos, licores, confituras de todos
los colores, y hasta pimienta picante. Helados de chocolate, batidos, muffins, bombones, barquillos, tartas,
tortas, pasteles y hasta fondues de
caliente, dulce y brillante chocolate. El profe Bigotini es más que un adicto,
un yonki. Procurad no seguir su lamentable ejemplo.
La
dilatada Historia de Zurich ha visto pasar los siglos y ha acogido a
importantes personajes. Algunos de los más célebres residentes en la ciudad han
sido Richard Wagner, Albert Einstein (de quién ya hablamos en una reciente
semblanza de Berna), Vladimir Lenin, Thomas Mann, James Joyce, Johanna Spyri
(la autora de Heidi); o más recientemente, el piloto Kimi Räikkönen, el tenista
Roger Federer, y la joven septuagenaria Tina Turner. Pero hubo un habitante
ilustre de la ciudad a quien la psiquiatría honra como uno de sus próceres, y
los argentinos residentes en Europa rinden culto fervoroso. Se trata ni más ni
menos que de Carl Jung, hijo espiritual del padre Freud (Freud es dios, y Jung
su profeta) y a su vez padre espiritual de la moderna y abstrusa ciencia del
psicoanálisis, una religión para los argentinos ya citados, los judíos de
Brooklyn y los fabricantes de divanes.
Nuestro
profe Bigotini tampoco pudo resistir la tentación que ofrece el mullido diván,
y se sometió a una sesión con su viejo amigo el doctor Von Bigottenn, una
verdadera eminencia en su especialidad. El buen doctor no ocultó su excitación
cuando Bigotini le reveló el contenido de sus sueños eróticos consistentes en
una sucesión de señoritas en ropa interior desfilando por su prominente nariz.
Después propuso el psicoanalista el juego de asociar palabras. Berenjena,
-dijo-, y Bigotini contestó: nariz; y sucesivamente: cepillo-bigote, autobús-tranvía,
almuerzo-col fermentada, hospital-col fermentada, saxofón-col fermentada,
rododendro-col fermentada. Nuestro entrañable sabio parecía un disco rayado. Y
es que la col fermentada, amigos, repite una barbaridad.
En
aquellos años felices por cinco francos suizos te trataba el mismo Jung en
persona. Por diez, te trataba y te planchaba los pantalones. Por quince, permitía
que tú le trataras a él, y que te llevaras a su sobrina al cine.
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