La
tuberculosis, infección bacteriana causada
por el Mycobacterium
tuberculosis, también conocido como bacilo de Koch, constituye la
enfermedad contagiosa de mayor prevalencia del planeta. La Organización Mundial
de la Salud estima en 2.000 millones las personas infectadas por el bacilo en
todo el mundo, detectándose ocho millones de nuevos infectados cada año. Unos
dos millones de habitantes de la Tierra mueren anualmente a causa de la
enfermedad.
Conviene
distinguir entre la enfermedad propiamente dicha y la llamada infección tuberculosa latente. Aproximadamente
un tercio de la población mundial se encuentra en esta situación, siendo el
porcentaje mucho mayor en los países pobres. El ingreso del germen suele
producirse por vía aérea. En el foco de la infección (generalmente los alveolos
pulmonares) se genera un granuloma en
cuyo interior los macrófagos que
forman parte de nuestro sistema inmunitario, establecen una lucha con los
bacilos. En aproximadamente el 70% de los casos los macrófagos ganan la batalla, y aunque no llegan a destruir la
totalidad de los bacilos, al menos mantienen controlada su concentración. Es
entonces cuando comienza la infección latente, que no genera ningún
síntoma. Sólo puede ser detectada mediante la intradermorreacción o test cutáneo de
Mantoux, que también conocemos como prueba de la tuberculina. Las personas portadoras no tienen
capacidad de contagiar, pero existe un riesgo cifrado en aproximadamente el 10%
de que se pierda el control de la concentración bacilar, reanudándose su
crecimiento y produciéndose una tuberculosis activa. Por eso es muy importante
someter a los portadores a un tratamiento profiláctico con isoniazida.
Lamentablemente, la administración debe prolongarse durante nueve meses, lo que
dificulta su cumplimiento.
La
tuberculosis activa es generalmente una
afección pulmonar que se caracteriza por tos crónica productiva, con esputo
sanguinolento, febrícula, sudores fríos y acusada pérdida de peso. En una
minoría de casos, sobre todo si concurren procesos que comprometen el sistema
inmunitario del paciente, la tuberculosis puede diseminarse a otros órganos y
sistemas: sistema nervioso, circulatorio, genitourinario, linfático, articular,
digestivo o incluso afectar a la piel.
Históricamente
la tuberculosis, también conocida clásicamente como tisis,
del latín phithisis, ha acompañado al
género humano desde los albores de la civilización. Se
estima que Mycobacterium tuberculosis
como especie bacteriana podría tener una antigüedad de no más de 22.000 años. Se
acepta que evolucionó a partir de otras especies más antiguas dentro del género
Mycobacterium, que además de la
citada especie M. tuberculosis,
incluye a M. bovis, M. africanum, M.
microti y M. canetti. Todo indica que M.
tuberculosis evolucionó a partir de M.
bovis (la más primitiva de las especies, que afecta a los bóvidos). El
escalón siguiente sería el paso de M.
bovis a la especie humana, a partir de la domesticación del ganado bovino,
que según los indicios arqueológicos, pudo producirse hace unos 20.000 años. Idéntica
evolución debió sufrir M. canetti, el
bacilo que afecta a los perros, que ya por entonces debían ser nuestros más
fieles compañeros.
A
lo largo de la era preantibiótica la tuberculosis ha sido un azote histórico.
Si bien se mantuvo en cifras aceptables mientras las concentraciones humanas no
fueron importantes, a partir del nacimiento de las grandes urbes, tanto la incidencia
como la prevalencia de la enfermedad se dispararon, llegando a alcanzar
proporciones escandalosas durante el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Proliferaron en este periodo los sanatorios antituberculosos, ubicados en
lugares aislados y campestres que garantizaban la sanidad del aire. En el plano
artístico y literario, la tuberculosis fue la enfermedad emblemática del Romanticismo. Podría decirse que el
bacilo de Koch es un protagonista más en obras literarias como La montaña
mágica de Thomas Mann o La dama de las camelias de Alejandro Dumas,
cuya trágica y romántica agonía se representa entre emocionados aplausos en La Traviata,
sublime legado musical y dramático del gran Giuseppe Verdi. El profe Bigotini,
que fue cantante lírico en su lejanísima juventud, todavía canturrea en la
ducha el aria de Alfredo:
Di quell’amor quell’amor ch’è
palpito, dell’universo dell’universo intero, misterioso, misterioso altero,
croce, croce e delizia, croce e delizia, delizia al cor…
Fluye
el canto como un manantial, entre ingrávidas pompas de jabón, y se derraman
hacia el desagüe las lágrimas, generoso caudal de recuerdos y emociones.
No
envejeces cuando se te arruga la piel, sino cuando se te arrugan las ilusiones.
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